domingo, 28 de noviembre de 2010

Vacaciones

En este momento del año, como en ocasiones anteriores, nos tomaremos vacaciones. En las próximas semanas no se anuncia nada que parezca a priori particularmente interesante o imperdible. Aunque con gusto interrumpiremos nuestro descanso si tal anomalía se produjera. Volveremos con la avalancha de estrenos pre-Óscares y esas cosas que suelen depararnos los distribuidores. Hasta entonces mis mejores deseos para ustedes y todos los que los acompañan. Y si se aburren o se deprimen, no olviden el pequeño remedio casero que siempre tenemos a mano: no hay nada que un buen clásico o una película querida no puedan emocionalmente remediar.


Un abrazo grande,
Gustavo Monteros

miércoles, 17 de noviembre de 2010

La última estación

Una película que retrata los últimos días de León Tolstoi, ¿puede ser una comedia? Sí, claro. El humor, por supuesto, por aquello de la estupidez que se enmascara de gravedad, está más cerca de Chejov que de una de Olmedo y Porcel, aunque, nobleza obliga, hay un par de chistes sexuales bastante gruesos que bien podrían haber suscripto nuestros cómicos.

Michael Hoffman debe estar orgulloso de haber logrado un film amado y odiado por las mismas razones (el tono de la historia y el registro de los personajes). No importa, en el arte, que te amen o te odien es secundario, lo primordial es que nadie permanezca indiferente.

Sofía (Helen Mirren), esposa del gran Tolstoi (Christopher Plummer) pelea con el manipulador discípulo del escritor, Vladimir Chertkov (Paul Giamatti) por el legado espiritual y material del autor de La guerra y la paz. Atestiguará la batalla, el nuevo y joven secretario Valentin Bulgakov (James McAvoy). Si bien el guión del propio Hoffman parte de una novela de Jay Parini, incluye innumerables detalles reveladores y fidedignos, que todos los protagonistas reales de esta historia registraron en diarios, cartas, libros y artículos periodísticos. Sorprende el abismo que media entre las ideas y el hombre que las concibió. Se cumple a rajatabla la observación de Madame de Cornuel: No hay hombre grande para su valet. Tolstoi, antecedente de la superestrella mediática de hoy (lo que hiciera era noticia), posaba para el público como un filósofo, un gurú, un santón, pero en privado, al menos al final de su vida, era un pichón de Lear, caprichoso, egoísta, desconsiderado. Hablaba hasta los codos del amor y amaba muy poco. La anécdota de la esposa y la peregrinación a última estación (circo periodístico incluido) puede ser conocida, pero los entretelones son apasionantes. (Como se verá, el reality show es más viejo que el tranvía.)

Sin duda, en lo que a mí respecta, cuando yire por el cable, se convertirá en mi opción favorita del zapping imprevisto. Al margen de sus logros formales, disfruto enormemente el festival de grandes actuaciones que ofrece. Paul Giamatti hasta se permite alisarse el bigote como los villanos del cine mudo, pero el chiché no molesta, desde nuestra modernidad continúa con una tradición y la resignifica. James McAvoy, como en la película que lo ubicara en el mapa, El último rey de Escocia, vuelve a ser un testigo involuntario de honduras desconcertantes, sólo que aquí las monstruosidades son más espirituales que físicas. El chico tiene talento y oscila bien entre la comedia y el drama. Su inocentón es creíble y deleita. El inmenso Christopher Plummer, como el inteligentísimo actor que es, no juzga a su personaje y expresa con nitidez las contradicciones. Consciente de tener un personaje extraordinario, larger than life en todo sentido, echa mano al oficio teatral curtido por tanto Shakespeare y Shaw y se lanza a un histrionismo sabio y deslumbrante. Helen Mirren tiene un personaje desmadrado, desbordante, ruso (para colmo o para más datos) y lo perfila con una intensidad hiperteatral, romántica, operística. Uno no puede menos que coincidir fervorosamente con Plummer cuando le dice: No necesitas un esposo, necesitas un coro griego.

Es una pena que una película tan entretenida y vendible no pase por los cines y salga directamente en DVD, cuando todas las semanas se estrenan bodrios irremontables. Hubiera sido hermoso verla en pantalla grande. Pero, bueno, parafraseando a Gabo, vivimos no El amor en los tiempos del cólera sino El cine en los tiempos del pochoclo yanqui. (Disponible en el DVD club de su barrio o el puesto callejero más cercano a su trabajo).

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 7 de noviembre de 2010

Ágora

No sé qué me conmovió más, si la trágica historia de amor que culmina consumándose atrozmente o que la película termine con el advenimiento de uno de los ciclos más oscuros y miserables por los que ha pasado este pobre mundo.


Estamos en Alejandría en el siglo IV DC. Soplan vientos de cambio. Y cómo soplan. Como no puede ser de otro modo, la coexistencia de paganos, judíos y cristianos es conflictiva. El ágora, plaza pública en la que se debaten las ideas es el ámbito natural de Hipatia (Rachel Weisz) filósofa neo platónica, astrónoma y matemática. Y el film se centrará en su relación con los hombres y la ciencia.


Alejandro Amenábar (Tesis, Abre los ojos, Los otros, Mar adentro) se vale de la transición de la Antigüedad tardía a la Edad Media para hablar de la injerencia del odio y el fanatismo en las resoluciones políticas. (La relevancia que adquiere en estos días el nuevo Tea party yanqui ratifica que Alejandrito no está equivocado en plantear estas metáforas). Poco se sabe con certeza de la Hipatia real (las razones para este desconocimiento se patentizan en el film: la destrucción de todo vestigio de cultura antigua) por lo que Amenábar con su coguionista Mateo Gil se montan tanto en la verdad como en la leyenda para contar la historia. Insuflan de un bienvenido espíritu romántico a la mítica figura de Hipatia, pero lejos están de elaborar una elegía ciega del mundo perdido. Y sabiamente no resuelven la dicotomía entre una antigüedad culta y esclavista y un cristianismo solidario y fanático.


Amenábar se aleja de los ámbitos cerrados e íntimos que son su especialidad y nos entrega una película de largo aliento bella e inteligente. Sermonea por momentos, pero no tanto como para irritar. Otras veces bordea lo obvio, pero lo hace para ser claro, no para tratarnos de tarados.


En lo personal, la película tiene un imán irresistible: Rachel Weisz. Debo confesar que la chica es una de mis debilidades. Su voz grave y oscura me seduce hasta lo indecible, me erotizaría aunque me leyera la tabla de logaritmos. Por suerte es además una actriz espléndida por lo que no me reduce a un pajero irredento.

Un abrazo,
Gustavo Monteros


domingo, 31 de octubre de 2010

RED

RED de Robert Schwentke es el típico delirio pochoclero semanal, con tiroteos ensordecedores, persecuciones vertiginosas, carísimos efectos especiales, ya amortizados porque los hemos visto miles de veces, y “sorprendentes” giros argumentales que vemos venir antes de que se le ocurran al diseñador de la historia. Más una módica cuota de humor. Lo de siempre. Sólo que esta vez redimido por un elenco de notables en plena forma. Bruce Willis, aunque maduro, sobrelleva todavía con credibilidad el cetro de superhéroe de acción. Su carisma sigue intacto y su timing para la comedia, impecable. Morgan Freeman es Morgan Freeman y está todo dicho. Haga lo que haga obtiene nuestra incondicional adhesión y siempre se las arregla para devolver con su inconmensurable humanidad la plata de la entrada. John Malkovich se ríe del paso de los años y de su aura de actor intelectual. No le preocupa verse gordo, viejo y pelado. Se encoje de hombros y bromea, c’est la vie. Mary Louise Parker, como en la serie Weeds, hace de la frescura su principal artificio actoral. Y no intento una contradicción de términos sino la descripción del uso de su talento. Así como Carina Zampini logra que el empaque melodramático sea su marca de fábrica, la Parker exhibe la frescura como la principal impostación actoral que la define. Es el interés romántico del personaje de Bruce Willis y por suerte para el espectador la química entre ellos es buena. Se respetan y amalgaman bien la simpatía que despiertan. La gran Helen Mirren saca de paseo un glamour otoñal que papeles más comprometidos no le permiten. Se la ve muy hermosa y elegante. El rojo carmesí en los labios le sienta muy bien. Y en las réplicas demuestra que aprendió la lección que Maggie Smith nos enseñó a todos: el remate, ya sea de gesto o inflexión, en el último segundo, casi como un reflejo tardío o una súbita inspiración incontenible. Una pirueta que demanda una confianza ciega en los propios medios y una inteligencia aguda y despierta. Otra impostura, claro. Pero actuar, como repetía Marcello (Mastroianni, claro) es antes que nada y por sobre todas las cosas, un juego.


Una película que cumple con el onceavo mandamiento del viejo Hollywood: un proyecto puede ser trillado, pero si le da a las estrellas que lo llevarán a cabo la oportunidad de lucir sus galas y renovar su romance con el público, se volverá respetable y, con un poco de suerte, hasta inolvidable.


Tiene además dos características notorias que parecen estar volviéndose tendencia. El título es una sigla R(etired) E(xtremely) D(angerous) o sea jubilados extremadamente peligrosos. Como pasaba en Los indestructibles de Stallone, Bruce Willis y sus amigos son jubilados de la CIA u organismos afines que regresan a la acción con mañas sazonadas por años de experiencia. Una excusa para reciclar estrellas que todavía pueden producir un dólar. Algo así como Aguanten Los Jubilados. Y dos, los enemigos pertenecen a esferas cada vez más alta (muy bien Rebecca Pidgeon de trajecito y tacos agujas como la yegua (en sus dos acepciones populares: mala y sexy) de Jodie Foster en El plan perfecto). Si siguen así, el próximo enemigo será el mismísimo Dios. Ah, simpatiquísimas las participaciones de Richard Dreyfuss y Ernest Borgnine.


Si le caen bien algunos de estos actores, provéase de sus golosinas favoritas, desparrámese en la butaca y deje que lo entretengan, que no sólo de películas serias, profundas e independientes, vive el hombre.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Cine y política


Cuando David Niven murió, en el sepelio recibió una inmensa corona de flores. Digna de un capomafia, se rio The Times. Sorprendía aun más quienes se la habían mandado: los changarines del aeropuerto Heathrow de Londres en agradecimiento por su don de gente. El viernes 29, a eso de las 10 de la mañana, cuando se cerraron las puertas de acceso a la capilla ardiente por primera vez, aparecieron los mozos de la Casa Rosada, dolidos y emocionados, a presentar los últimos respetos. Y yo, al menos, tuve la corroboración de lo que ya sospechaba, que Néstor, como David Niven, era un buen tipo. Es ante los que, por su modesto trabajo, no se los considera testigos, cuando las máscaras caen y la verdad se revela.


domingo, 24 de octubre de 2010

Lengua materna

Estela (Claudia Lapacó) es una señora de barrio, convencional e integrada, que un día coquetea inconscientemente con que le digan la verdad. Y se la dicen. Su hija, Ruth (Virginia Innocenti) le confiesa que es lesbiana. Después de la hecatombe, Estela adopta una postura de mujer superada que le queda un poco grande y que no hace más que desnudar los convencionalismos que rigen su mundo. Ningún cambio es tan completo de inmediato. Menos el de la aceptación de lo que se ha negado toda la vida. Sobre el final se verá que Estela, a pesar de todos sus esfuerzos, todavía lucha con la idea de que el mundo ya no será como lo imaginó.


Lengua materna de Liliana Paolinelli es una comedia dramática que apunta, por suerte, más a la sonrisa que a la lágrima. Digo por suerte porque en el fondo el humor es siempre más piadoso, generoso que el drama. Y hay tonterías humanas que merecen el perdón de una sonrisa y no la pesadez de la culpa de las piedras del drama.

Es una muy buena película que paradójicamente al lucir sus logros, denuncia sus defectos. Las situaciones están muy bien armadas, los diálogos son precisos, pero todo está hilvanado con demasiados puntos suspensivos y uno termina con la impresión de que se basa un guión incompleto. Aunque si estableciéramos una comparación con la literatura, el modelo elegido pareciera ser el cuento y no la novela, uno extraña un mayor desarrollo. Quizá porque lo que vemos es tan bueno que nos quedamos con las ganas de más. Entre las objeciones figuran unos encuadres discutibles que no son ni elocuentes ni expresivos. Y entre los logros inobjetables raya en lo alto el trabajo de un elenco (Virginia Innocenti, Claudia Cantero, Ana Katz, Mara Santucho, María Simone) impecable y talentoso.

Pero es Claudia Lapacó, quien convierte a Lengua materna en un hecho cultural inolvidable e imperdible. Por fin el cine le permite mostrar lo que los teatreros hace rato que sabemos: que es una protagonista exquisita, dueña de inagotables recursos. Creativa, sensible, sutil, elegante. Una auténtica maravilla, mire.

Importante: si deciden ver esta película, recuerden que hay que verla pronto. El cine nacional está desprotegido ante la avalancha de basura pochoclera yanqui. Si no consigue una media de espectadores respetable en los primeros días desaparece de los cines con una celeridad fantasmal.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Mi familia

Ser pionero es difícil, pero si se sortean las dificultades del desafío con inteligencia se puede quedar bien parado. Lisa Cholodenko se propuso hacer la primera película industrio-comercial sobre una familia diversa. Le fue bien de crítica y de público. Combatió con astucia el prejuicio que generan estas propuestas en el público masivo. Mezcló dos fórmulas argumentales harto probadas. La de los hijos que quieren conocer a sus padres biológicos (hasta la argentina reciente Igualita a mí abreva en esa fórmula) y la del intruso bienvenido que termina desbaratando el nido al que es invitado. Comienza por establecer un lazo de adhesión con un modelo de deseabilidad social ampliamente aceptado. La casa es grande, hermosa, de buen gusto. No hay apremios económicos. Hay dos camionetas estacionadas en la puerta. Los hijos son sanos y lindos. Una de las mamás es una exitosa ginecóloga y en la primera cena que se muestra, hay afecto, comprensión y comida saludable. Imposible no sentirse cómodo como espectador con un modelo sobre el que el cine yanqui martilla desde su inicio. Que en vez de un papá y una mamá haya dos mamás es presentado con naturalidad, sin subrayados y sin explicaciones innecesarias. La identificación con los roles tradicionales es tal que bien podríamos tener a Bruce Willis y Michelle Pfeiffer en vez de a Annette Bening y Julianne Moore. Es obvio que detrás de esta armonía hay pequeñas grietas de insatisfacción y frustración, pero ¿en qué familia por ideal que sea no existen? (De no existir hasta La familia Ingalls sería un embole supremo.) Y se establece, casi de inmediato, una audaz ironía: las mamás están preocupadas porque el nene pueda ser homosexual. Será la primera de una serie que incluirá algo que contado es grosero, pero que visto es hasta tierno. La mayor trasgresión en el argumento es el adulterio de una de ellas con un hombre, vuelta de tuerca que generó controversia entre los grupos homosexuales más radicalizados. Pero es donde la astucia y la inteligencia de Cholodenko juegan su carta de triunfo. Su intención, clara desde el principio, insisto, es acercar la problemática homosexual a un público masivo, mayoritariamente prejuicioso y cerrado, y era imprescindible que este público pudiera relacionar el conflicto central con experiencias que le fueran habituales, al menos en el mundo cerrado de las películas. Y esto está asociado a otro de los logros de la película: la no idealización militante de ninguno de los personajes. Como cualquiera de nosotros tienen sus más y sus menos. Esta democratización de defectos y virtudes garantiza siempre la adhesión del espectador. Porque, seamos sinceros, más allá de la honestidad y llaneza con que se presenta el conflicto, no hay nada en esta película que no hayamos visto cientos de veces antes, resignificado, eso sí, por tratarse de una familia diversa. E incluso en este marco, el monólogo componedor final de Julianne Moore es declamatorio y pedestre, más cercano a La tribu Brady que a otra cosa. Aunque es allí donde la ideología de la película se hace evidente. Es una visión conservadora, burguesa, tradicional. ¿Está mal que así sea? Creo que no si se trata de volver cercanas problemáticas por las que el grueso del público debe vencer preconceptos muy arraigados. Porque son las propuestas conservadoras las que ayudan a crear consciencias en las mayorías sobre temas ríspidos. ¿Acaso el sufrido y adelgazado Tom Hanks no hizo más por la comprensión del flagelo del SIDA al ganarse el respeto de Denzel Washington y dejar viudo a Antonio Banderas en Filadelfia que muchas películas queers más combativas? ¿Acaso no contribuyó más a la comprensión del amor homosexual la reformulación de Romeo y Julieta en clave de vaqueros gays de Secreto en la montaña con Heath Ledger y Jake Gyllenhaal? ¿Acaso no combatió más la homofobia poner a Kevin Kline en el lugar reservado a Doris Day o Meg Ryan en ¿Es o no es?? El camino está abierto. Una película sobre una familia diversa tuvo mucho éxito. Merecido. Queda tomar el guante y adentrarse en senderos no tan seguros.

domingo, 17 de octubre de 2010

El ocaso de un asesino

Pobre George Clooney, produjo una película para su lucimiento que se define mejor por lo que no es. No es un thriller, aunque haya tiros, una mínima intriga y un módico suspenso. Tampoco es una indagación sobre la imposibilidad de la redención, aunque haya coqueteos metafísicos, una mínima angustia existencial y un módico simbolismo vergonzantemente obvio. Pues entonces ¿qué es? Veamos si podemos dilucidarlo.


El bueno de George, carismático y glamoroso como siempre, arranca como nada bueno. Es un asesino profesional, frío y despiadado. O sea que en el folklore cinematográfico básico es un malo típico. El siempre bueno de George, ahora en plan de malo de película, debe bajar su perfil y se refugia en la Bella Italia, más precisamente en Castel del Monte, un pintoresco pueblito de los Abruzzos. Se hace pasar por fotógrafo mientras le prepara un arma de largo alcance a Mathilde (Thekla Reuten), otra asesina fría y despiadada, con quien sostiene una relación en la que se mezclan por igual el deseo y la desconfianza. El malo de George anda con ganas de ser bueno, y por esos andurriales de los argumentos se relaciona con el cura del lugar, que se apellida Benedetto, pero que no es pariente de Leonor. Y se enreda también, primero carnal y luego sentimentalmente, con Clara, una prostituta. Que el padre Benedetto (Paolo Bonacelli) sea un curita amigo de los placeres de la cama y de la mesa y que Clara la putita (Violante Placido, sí, es hija de Michele) tenga, perdón por la falta de delicadeza, unas tetas tan grandes como las ganas de casarse no es casual, es puro cliché. Nótese además la significancia, un tanto redundante, que cobran los nombres y apellidos elegidos para estos personajes: Benedetto y Clara. Y volviendo a la escuálida intriga del sicario atado a su pasado, ayuda poco que las traiciones se vean venir a cuatro cuadras de distancia.


Lo más difícil de aceptar es el eje de la trama: el cambio de George de asesino a sueldo a proyecto de marido burgués. Sí, ya sé, hay jurisprudencia al respecto. En más de una veintena de películas, los asesinos dejaron de serlo, pero aquí hay una falsedad, una impostura irremontables.


El director Anton Corbijn, un reputado fotógrafo holandés, juega con el western metafísico y con un declarado homenaje al cine de Sergio Leone (en una escena hasta se ve en un televisor a Henry Fonda en Érase una vez en América), pero le falta pólvora y se queda en la tarjeta postal. En definitiva más que un thriller filosófico es una telenovela solapada de dudoso cuño.


Esta película no debería calificarse como Apta para todo público o como Inconveniente para menores sino como Sólo apta para admiradoras y admiradores de George Clooney. El hombre conserva su atractivo y se lo ve en el 98% del film. Para esa franja etaria, su magnetismo bastará para sortear todas las cosas que esta película no es.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 10 de octubre de 2010

Sin retorno

Se dice que un buen policial radiografía la sociedad que lo cuenta mejor que cualquier otro género. No es que se proponga semejante tarea Ibseniana. No, lejos de ello. Sólo quiere contar una historia con tiros, sangre, pasión, criminales y policías. Pero si está bien hecho, surge como consecuencia directa una lectura social descarnada y, oh sorpresa, generalmente inapelable. Porque al plantearse la plausibilidad del nudo a contar, la lógica para que el argumento se sostenga, la carnadura de los personajes que trasgredirán la norma, las motivaciones que justifiquen el conflicto, el entorno que contenga o repela, el policial refleja, sin querer, las claroscuros del pequeño rincón del mundo en que la historia se deshilvana.


No es muy halagüeño el retrato que queda de la sociedad argentina actual después de ver esta película. Y lo terrible es que todo es tan reconocible, y lo que es peor tan verificable, que no hay de donde agarrarse para contrarrestar, rebatir o refutar este cuadro de situación.


La historia es una variante, excelentemente planteada, de la tradición iniciada por La bestia debe morir. En la emblemática novela de Nicholas Blake, llevada al cine varias veces, incluso en la Argentina hay una versión de 1953 con Narciso Ibáñez Menta, alguien arrolla, mata y se da a la fuga. Como aquí. Pero son las derivaciones y las consecuencias las que cuentan y las que revelan. Aunque en este caso, hasta el hecho inicial desnuda irresponsabilidades varias, hasta de la víctima, de las que, como el título informa, no hay retorno. La riqueza del planteo es tal, que se acerca a lo que se conoce como el conflicto perfecto, o sea aquel en que por turnos, todos los personajes tienen razón y todos están profundamente equivocados. No desarrollaré o ejemplificaré más este tema para no contar más de lo debido y arruinar las sorpresas del argumento. Pero si ven esta película, los ejemplos de los aciertos y los yerros de los personajes surgirán a borbotones.


Otra característica destacable de este film es, que aunque lo sea, no parece ni remotamente una ópera prima. No se evidencian las debilidades habituales. No hay encuadres raros ni preciosistas, 14 subtramas superpuestas, tres películas en una, homenajes a 700 maestros del cine, ni la voluntad de ser más felliniano que Fellini, más bergmaniano que Bergman, o más hitchcockiano que Hitchcock. No. Hay como una madurez expresiva que llama la atención. La estructuración es clásica, plano corto, plano largo, fundido a negro con puntos suspensivos elocuentes, nada de berretas estridencias musicales o la idiotez de la tan de moda cámara en mano para cualquier cosa. El guión es preciso, y gracias al cielo, no hay subrayados declamatorios ni bajadas de línea obvias. Sólo un director, Miguel Cohan, que cree en su historia, que sabe cómo contarla, cómo hacerla crecer con detalles apropiados y la sequedad que le conviene al género. Y acierta. Logra atrapar, atenazarnos a la butaca y que le entreguemos una atención constante, hasta llegar a un desenlace antológico con un arma que no hace lo que prevemos hará y que juega sabiamente con nuestra voluntad de catarsis. Cohan firma el guión con Ana que lleva su mismo apellido. Elijo pensar que son hermanos, como los fabulosos Coen yanquilándicos.


Ninguna historia, por buena que sea, se termina de contar sin el auxilio de los actores. El elenco es impecable y los tres protagonistas seducen. Federico Luppi, que fuera el rostro de otros retratos argentinos como Tiempo de revancha o El arreglo, se presenta como la opción ideal e insustituible para el personaje que le toca en suerte y que acrecienta su aura. Martín Slipak, que nos hiciera reír cuando era chico en el Magazine For Fai de Mex Urtizberea, se ha convertido en un actor joven de apreciable talento. Y nobleza obliga, Leonardo Sbaraglia, a quien siempre consideré un actor con más suerte que talento, me desmiente con rotundez y entrega un trabajo sin fisuras.


Pensar que tentado estuve de no ir. Suerte que encontré un hueco en mis horarios y fui. Es una muy buena película. Con el agregado de un comentario social que molesta como la picadura de un jején. Ojalá alguna vez nos pongamos a pensar en cómo eliminarlo y no sólo en cómo rascarnos.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 3 de octubre de 2010

Tony Curtis




















Tony Curtis no fue uno de mis actores favoritos, pero me caía bien. No seguí su carrera sin perder pisada como seguí la de Humphrey Bogart o la de Burt Lancaster. A lo que voy es que su sola presencia no bastaba para que corriera al cine, aunque su participación en tal o cual película sumaba puntos de interés al espectáculo en cuestión. Es que uno siempre accede al cine a través de los actores. Sin que nos preguntemos por qué, nos identificamos con este o aquel actor y lo seguimos y hasta hinchamos por él como si fuera un club de fútbol al que le damos nuestro amor. Después si la droga que es el cine nos vuelve adictos, nos adentramos en las sutilezas y nos aficionamos por este o aquel director, este director de fotografía, aquel compositor, tal guionista y ya en los colmos de la erudición tal vestuarista o cual director de arte. Pero en un principio, como la luz o el verbo en La Biblia, es el actor el que nos acerca al mundo del cine. Recuerdo dos espectadores que no superaron esa etapa primigenia del futuro cinéfilo: un tío que dejó de ir al cine porque se acabaron las películas con Errol Flynn y un compañero de catecismo que regalaba los vales que nos daban para la matinée del cine del cura cuando no exhibían películas con John Wayne. Bueno, Tony Curtis no habrá sido mi cicerone en el séptimo arte, pero en mi infancia era una de las estrellas más rutilantes y andaba por todas partes. Era un actor con el sí fácil, participaba en el primer proyecto que le ponían delante, llegó a estar en cientos de films, muchos muy olvidables.


Cuando una celebridad muere, en los grandes diarios del mundo, aparecen prolijos obituarios, más fríos que una biografía de diccionario. Es que están preparados con antelación. Sí, hay una oficinita que mata celebridades antes que la muerte: en esos grandes medios hay especialistas que actualizan obituarios mientras los famosos aún están vivos, para que ni bien se comunique el deceso y con el cadáver aun tibiecito, aparezca el recuento más completo de hechos y obras del susodicho. Como estos obituarios son muy eficientes, pero, insisto, más secos que el Martini de James Bond, los grandes diarios les piden a los cronistas más avezados en la especialidad del muerto que escriban semblanzas más cálidas e inmediatas, sacando ventaja de la rapidez que da la internet y esas cosas. De modo que al ratito, al lado del obituario, aparecen notas más sentidas y humanas hilvanadas con los recuerdos que quedaron del muerto. Me propongo hacer lo mismo. Más que jugar al erudito repasando una carrera insoslayable para el cinéfilo por la prepotencia del número de películas en las que actuó, enhebraré mis recuerdos de Tony.


La primera película que recuerdo de él es El gran Houdini, que vi en el cine del cura. Todavía revivo la angustia que me dejó la escena en que no puede hallar la salida del agujero de hielo en el río helado en que se metió. Después vino el revuelo que se armó con Taras Bulba, que se rodó en la Argentina y que cuando finalmente vimos, era apenas entretenida. Ya en La Plata, en una inolvidable función del Cervantes, vi esa maravilla, sin duda la mejor de todas sus películas, Un Eva y dos Adanes, joya de la corona de Billy Wilder en la que comparte cartel y gloria con Marilyn y Jack Lemmon. Salí hablando pavadas, un pibe totalmente deslumbrado ante lo genial que se podía ser en un género, la comedia, que yo en mi ignorancia asociaba con las películas de Delfín y Mojarrita y las de Trinity. En el Coliseo vi Trapecio en una matinée en que una lluvia copiosa “bombardeaba” el techo. La recuerdo como un melodrama circense largo, largo, largo (este es un chiste privado para los actores que actualmente trabajan conmigo) pero que veía con atención porque estaba Burt Lancaster y, adolescente calenturiento al fin, las redondeces turgentes de Gina la Lollobrigida. En una tarde de sábado en el Select, triste niño pobre, porque adonde fuera que iba, era sapo de otro pozo, me devolvió las ganas de vivir La carrera del siglo, buen film de Blake Edwards en el que estaba con Jack el maestro Lemmon y la hermosísima Natalie Wood (si me habré perdido en esos ojos oscuros). Y como en las clases de inglés acababa de leer una versión abreviada de El prisionero de Zenda, entendí las referencias a la novela de Hope y me sentí cultísimo. El viejo Mundo del Espectáculo de canal 13 me mostró Fuga en cadenas, en la que está con Sidney Poitier y por la que ganó un Óscar, terminé emocionado, sorbiéndome los mocos, que es lo que la peli quería. En el Ocho, me dejó atornillado a la butaca de espanto la locura de El estrangulador de Boston, film que marcó el camino a todas las películas de psicópatas que vinieron después. Su actuación fue excelente. En el viejo Gran Rocha vi en un reestreno con bombos y platillos Espartaco. Chico todavía pero avivado, me pareció ver algo raro en las escenas de Curtis. ¿Era yo el malpensado o pasaba “algo” entre Laurence Olivier y Tony Curtis? No, pasaba. Filmada en tiempos de censura rígida, el director Stanley Kubrick con la ayuda de esos dos actores, con sutileza pero de frente march y sin esquivar el bulto, sobre todo eso, hablaban de la homosexualidad. En el Select también, vi La maldita mentira (Sweet smell of success), durísima y desencantada pero tan buena, acompañando de nuevo a Lancaster (¡todavía te extraño, Burt!) que componía un hombre poseído de un amor malsano por su hermana y le pagaba a un despreciable Curtis para que le ahuyentara un novio. El viejo canal 7 nos deleitó una tarde de domingo con El gran impostor, un film sobre un camaleón, esos seres que asumen profesiones de las que nada saben, pero que llegan a desempeñar con eficiencia. La vi con mi hermana Alejandra e “hinchábamos” para que no lo descubrieran. En casa se veía Dos tipos audaces, la serie televisiva que coprotagonizó con Roger Moore, en los tiempos de un solo televisor, de los de perilla (el control remoto era aún ciencia ficción), cinco canales, y los programas nucleaban a las familias a su alrededor, de modo que Tony y Roger celebraron por un tiempo una pequeña y amable ceremonia familiar. Su última gran actuación se la dio, creo, a Elia Kazan en El último magnate donde corporizó a un desesperado galán envejecido frente a Robert grande entre los grandes / padre del aula DeNiro inmortal. Después, zorro viejo, desplegó oficio hasta que se retiró y se dedicó a la plástica. Coqueto, resistió la caída del pelo con “gatos” evidentes y furibundos. Dicen que en los últimos años se volvió un delicioso contador de anécdotas. Y cuando ya no importaba, sin faltar a su código de caballero, ratificó lo que todos sospechábamos: que tuvo un romance con Marilyn durante el rodaje de Some like it hot (Una Eva y dos Adanes).


Los obituarios me contaron cosas que de haber sabido antes pudieron haberme hecho quererlo un poco más. Por ejemplo que tuvo una infancia Dickensiana. Huía de las tremendas palizas que le propinaba su madre esquizofrénica refugiándose en el cine, previo sortear el acoso de banditas barriales antisemitas. Y que durante toda su vida peleó con adicciones serias al alcohol y a las drogas. Esas amargas experiencias le deben haber enseñado a pararse, de allí que a pesar de su lindura de muñeco y sus cejas depiladas siempre perfiló una reciedumbre de “machito”. Tuvo la muerte de los justos, una mañana simplemente no se despertó. La vida compensó la traición del cine. Protestó hasta hace poco que el cine no le había dado lo que él se merecía.


La semana pasada me negué a escribir una necrológica de Claude Chabrol y aquí estoy hablando de lo que Tony Curtis nos dejó. Y… No queda otro remedio. Recordar también exorciza la tristeza de lo que ya no será.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 26 de septiembre de 2010

Una pareja despareja - I love you Phillip Morris

Ya se sabe, la realidad supera siempre a la ficción. La ficción debe ser ordenada, plausible y a veces hasta verificable para ser creíble. La realidad, en cambio, se da el lujo de ser voluble, caótica y hasta increíble, libre de todas las presiones que encorsetan a la ficción. Steven Jay Russell, el personaje que interpreta Jim Carrey, hasta la fecha lleva vividas como 14 vidas en una y el máximo mérito de I love you, Phillip Morris es haber encontrado un registro prolijo en su desmesura para abarcarlas todas. ¿Prolijo en su desmesura? Que convide lo que anda tomando, dirán ustedes. Pero no estoy enajenado, demente, borracho o drogado. Por desatinada que parezca, la cosa es así. Conviven en este film la sátira de costumbres, el melodrama familiar, la comedia de estafas, el drama romántico y el testimonio carcelario. Y por extraño que resulte, la convivencia es armónica porque (y juro que no estoy bajo el embrujo de la primavera) la gobierna el amor. Ya que ante todo y por sobre todo es una historia de amor. Me niego a ahondar en el argumento para no arruinarles la diversión. Además contarlo, enumerar las peripecias es simplificar, acotar, reducir, algo que los directores Glenn Ficarra y John Requa, gracias a todos los cielos, se niegan a hacer. No recalcan estúpidamente que el personaje es así por tal o cual trauma de infancia. No, sólo cuentan y que cada espectador saque sus propias conclusiones. El mejor camino para desandar desde la ficción una vida real tan llena de cambios, dobleces y vericuetos. (Eso sí, la draconiana sentencia que cumple el protagonista, sólo puede explicarse en la híper capitalista sociedad yanqui, en la que el pecado imperdonable no es atacar otra vida humana sino atentar contra el poder del dinero.)


Jim Carrey es un cómico genial y no embromen los que lo odian. Sean sinceros, hay que ser genial para ametrallar con cara de goma cientos de morisquetas a la velocidad de la luz y retorcer el cuerpo en gags prodigiosos en su multiplicidad, efectividad y rapidez. Su deseo de agradar, inherente en todo cómico, lo llevó a dividir su carrera en dos vertientes. La cómica, desvergonzada en su hambre de contundencia y repercusión (un cómico, al revés de un actor dramático, será popular o no será nada) y la dramática, afanosa en su seriedad y preocupación por conquistar a los espectadores que lo desprecian en su versión cómica. La faz dramática registra ya una maravilla (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos), una excelencia (The Truman show), una obra interesantísima (El hombre en la luna) y un melodrama logrado aunque un poco largo (El Majestic). De la faz cómica, huelga mencionar los títulos por harto conocidos. Mérito justificadísimo. Si alguien se merece la popularidad ganada es el Sr. Carrey. En I love you Phillip Morris, puede unir las dos vertientes. El registro elegido para el film exige que ponga en juego su histrionismo y su sensibilidad. Y apabulla. Hay que ser psicópata para no quererlo un poco al final de esta película. Ni los Romeos, los Armandos Duval, los Prisioneros de Zenda son capaces de amar como ama el personaje, equivocado en su magnificencia de macho proveedor, que corporiza Carrey. Y valiente porque el objeto de amor es otro hombre. Condenado, eso sí, a la injusticia crítica como todo cómico. Cuando lo logra Heath Ledger en El secreto de la montaña, todos se hacen pis de la emoción, cuando lo logra Jim Carrey, sólo le palmean el hombro y le dicen: Muy lindo lo tuyo, pibe, con una condescendencia insultante. Y bueno, así es la vida.


Ewan McGregor también se atreve y está a la altura del reto. El hombre que supo jugarla de galanazo en más de una oportunidad (en esa vena, Moulin Rouge! es mi favorita) se pone ahora en un rol que lo equipara con el de la “damita joven”. Lo juega con entrega, desprejuicio y creatividad. Es inolvidable la réplica que conjuga candor y comicidad, amor y lujuria en la escena de la cárcel cuando hacen el amor por primera vez.


Y el brasileño Rodrigo Santoro, que ya cargara perlas y plumas en la testoterónica 300, se mueve con fluidez en los gaycismos.


En Yanquilandia no saben cómo venderla, temen una reacción negativa y ya postergaron cinco veces el estreno. Imbuido de ese temor, quizá, a un descerebrado marketinero local se le ocurrió cambiar el preclaro título original por el de Una pareja despareja, que huele a eufemismo en naftalina. Muchacho, por si no te enteraste, somos la sociedad que supo poner en su lugar la homofobia atávica y conceder el matrimonio igualitario, así que bien podemos aceptar Te amo Phillip Morris sin que se nos caiga un anillo.


Película en el fondo inclasificable es a la vez jocosa y conmovedora. Como sólo puede serlo su estrella.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 19 de septiembre de 2010

Mis días con Gloria

Le guste a quien le guste, Isabel Sarli es el mito cinematográfico argentino más importante, en realidad quizá el único, porque es auténtico. Muchos otros se erigieron y mordieron pronto el polvo por ser fabricados, inflados, manipulados. En la sociedad pacata, moralizante y pueblerina de hace unos años, sus redondeces exquisitas, que merecieron un piropo hasta del mismísimo Ingmar Bergman, representaban el triunfo de una sensualidad innegable, irreprimible, vasta. Y es curioso que en un país con complejo de inferioridad como el nuestro, en que cualquier reconocimiento externo es saludado con salva de cañones, la vigencia del mito Sarli en el extranjero es ignorado olímpicamente. Las cinematecas y/o los institutos cinematográficos de Francia, Inglaterra e Italia tienen un ciclo anual del cine Sarli/Bo. Y el mes pasado el Lincoln Center programó una retrospectiva que obtuvo una amplia cobertura mediática en Yanquilandia que aquí no saludaron ni con un suelto. El mito se funda no sólo en el busto panorámico de la Coca sino también en una estética delirante y una narrativa subversiva del atorrante Armando Bo, que fue, sí, un ladrón de gallinas, pero asimismo un creador inteligente de absurdos gozosos. En el 81, cuando murió Armando Bo me lamenté de que no hubiera más películas de Isabel Sarli, por suerte me equivoqué. El mito abrazó a otros, directores de cine ellos, que como uno, prosecionaron a los templos del pecado en los que se adoraba a la voluptuosa diosa, los viejos cines de cruce, como el Roca. Fue perfectamente lógico que Jorge Polaco, buceador de represiones varias, hiciera un film con la Coca. El resultado, La dama regresa, interesante y maldito, en el que desde una perspectiva personalísima Polaco dialogaba y reformulaba la estética Bo, fue condenado por calificación y distribución a los cines de segunda que por entonces todavía existían. Los dinosaurios pacatos, negadores eternos de la cultura popular, ejercían los raídos lazos de poder que les quedaban y se vengaban. La Sarli, envejecida aunque aún esplendorosa, seguía molestando, porque podía remitir con potencia a lo que había sido: el triunfo del deseo, de la sensualidad, de la vida. La fallida y dificultosa aventura desalentó a otros directores, cuyos proyectos quedaron en bosquejos de cuaderno. Otra vez parecía que no habría otra película de la Sarli. Desde hace unos años, San Luis Cine, organismo del cuestionable feudo de los Saa, se propuso alentar otro homenaje a la Coca, al que no pude menos que adherir. (Quien esto escribe, que pasó su infancia en otro feudo provincial, aprendió a apreciar las buenas medidas de cualquier gobierno y a criticar las malas, el rechazo sistemático por prejuicio y/o falta de discernimiento conduce a una miopía inoperante que no le sirve a nadie y que retrasa el ahondamiento de medidas imprescindibles para el mejoramiento social de la mayoría, avances sobre los que muchos prefieren cacarear machaconamente a ver llevados a cabo; perdón por la bajada de línea, pero hay una estupidez intelectuosa que me rebela.) Juan José Jusid levantó el guante y se atrevió al reto. Jusid, como Alberto Lecchi, se embarca en proyectos, que sin ser personales, celebran la profesión elegida.


Se armó un policial B con veleidades negras con sus más, sus menos y sus en-el-medio, que adquiere relevancia y trascendencia porque está la Sarli.


La Sarli, se sabe, es una presencia y no una actriz, y hay que hallar el modo de que hable con su mito. Mis días con Gloria comparte con La dama regresa la idea de una vuelta. Para una venganza en la de Polaco, para un ajuste de cuenta final en la de Jusid. Gloria Satén, una vieja estrella de los 60, condenada por una enfermedad terminal, regresa a su pueblo natal para corregir un error de juventud. Se topa con un falso remisero (Luis Luque), un asesino a sueldo con ganas de dejar el oficio, decisión cuestionada por un policía corrupto (Nicolás Repetto). Sus más: la Coca, su mito, la música de Federico Jusid, que conforman un espacio seductor en la escena final; la recreación de una caligrafía cinematográfica decididamente setentista, la persecución automovilística, los tiroteos. Sus en-el-medio: Repetto que no hace un papelón, pero tampoco aporta nada interesante que justifique la no presencia de un actor, la voluntad de la Sarli de pasarle la antorcha del erotismo familiar a su hija Isabelita Sarli, la chica es linda y sensual, pero contrastada con el pasado de la madre, pierde por goleada; la historia, que no es el colmo de la originalidad, pero que tenía posibilidades aunque más laconismo y sequedad le hubieran venido bien. Sus menos: algunos diálogos sobrecargados que empañan la buena labor de Luque y anulan todo lo bueno que puede hacer Carlos Portaluppi, que José Luis Alfonzo tuviera que llorar inútilmente en su única escena, que el dechado de humanidad que es Norma Argentina no tuviera mucho para hacer; la obviedad y los lugares comunes de la trama de Isabelita. Con todo, el film es digno, correcto, bueno sin exagerar.


Le guste a quien le guste también, la Sarli respira cine. En los reportajes previos al estreno mencionó los nombres de los directores argentinos actuales, demostrando estar al día con lo que se hace y quienes lo hacen; interrogada sobre lo que mira en televisión, confesó ser abonada a Europa Europa. No sorprende, Armando Bo sentía una admiración desprejuiciada y filosa por los grandes maestros europeos. Eran socarronamente pertinaces sus opiniones sobre Fellini, Antonioni, Buñuel, Pasolini o Bergman. Los que la consideran limitada de entendederas son los que creen que la inteligencia es elucubración erudita y no, también, perspicacia. Que se jodan, ellos se lo pierden. Confieso que en un espectáculo le rendí un homenaje, del que me siento (y abuso del oxímoron) modestamente orgulloso. Ver esta película es casi un acto político: sostener o no sostener el mito. Yo lo sostengo porque me liberó de prejuicios y me dio unas cuantas horas de felicidad. Califíquenme de lo que quieran. Muchos motes me los tendré merecidos, pero no incluyan el de desagradecido porque eso seguro no soy.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 12 de septiembre de 2010

El baile de la Victoria

El baile de la Victoria no figurará entre las mejores películas de Fernando Trueba, pero como ya lo demostrara, hasta su peor película (Two much tiene ese honor hasta la fecha) es atendible. Es que si se ama el cine y se respetan las enseñanzas de los grandes maestros, no se pierde de vista el derecho del público al entretenimiento y se evita la caída en el bodrio absoluto.


El baile de la Victoria tiene dos problemas fundamentales. Primero, tiene muchas subtramas, lo cual, en sí, no es un problema, sólo que aquí cada subtrama responde a un género distinto. Tenemos un policial negro (ladrón sale de la cárcel y nada ni nadie lo esperan), un melodrama padre-hijo (ladrón mayor con su hijo verdadero y con su hijo de la profesión, el ladroncito), un drama testimonial (chica muda, traumatizada por la desaparición de sus padres a manos de la dictadura pinochetista), un melodrama romántico (ladroncito con chica muda y ladrón con ex mujer), un melodrama con animales (ladroncito-caballo), una comedia de compañeros (ladrón con taxista), una historia de realismo mágico (ladroncito-caballo-cóndor), una comedia de justicia poética (ladroncito-ladrón-contra-los malos), una historia de revancha (ladroncito-alcalde de la prisión) y una comedia dramática de bambalinas (chica muda y bailarina y las dificultades para triunfar). Y si bien a Fernando Trueba le sobra talento para amalgamar todas las subtramas, cada escena que se inicia parece pertenecer a una película distinta, nueva. Trueba, hombre valiente si los hay, no le teme al sentimiento, lo que se agradece, ni al ridículo, lo que podríamos discutir. La subtrama de la bailarina, el concurso y la función a punta de pistola se aproxima al peor Hollywood y en un punto hace que Flashdance sea All that jazz. Segundo, el guión está sobrescrito. Y el que más paga el pato es Darín. Antes de que diga nada, Darín nos comunica su personaje, su conflictiva, sus circunstancias, como el inmenso actor que es, y el diálogo explicativo en demasía resulta redundante. Me hacía acordar a cuando Tinelli presentaba bloopers y recalcaba en off lo que ya estábamos viendo. (Se cae, se cae, sí, no somos tontos, vemos que se cae, decime otra cosa o no digas nada).


Hasta aquí un análisis racional. Así como cualquiera se enamora y no se plantea si el objeto de su amor es pecosa, calvo, o tiene un par de dientes torcidos, uno se enamora y punto, bueno, yo me enamoré perdidamente de El baile de la Victoria. Veía todos y cada uno de sus defectos y sin embargo no me importaba. Reía, me emocionaba, hinchaba por que las cosas le salieran bien al ladrón y al ladroncito. Quizá haya sido Darín o la frescura a prueba de balas de Abel Ayala, el ladroncito (un platense que ya se luciera en El polaquito y El niño de barro) o la ternura que me despertaba la bailarina de Miranda Bodenhofer o la indudable capacidad narrativa de Trueba, o que me divirtiera que este Santiago de Chile en la que transcurre la acción basada en la novela de Antonio Skarmeta fuera más cosmopolita que Casablanca con un ladrón argentino, una profesora de ballet brasileña, un taxista cubano y una ex esposa española. No sé. En el fondo el amor es inexplicable. Sólo sé, que disfruté cada segundo. Tanto que ya la vi como tres veces. (A decir verdad, se estrenó en España un año atrás y desde hace seis meses anda por internet, y yo, trucho como suelo ser, la bajé en el verano y la convertí en una de mis favoritas. A confesión de partes…)

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 5 de septiembre de 2010

El hombre de al lado

Ya se sabe, los vecinos pueden ser una bendición o un castigo (aunque después de la individualista década del noventa, el modelo más frecuente es el del vecino indiferente, que no hará nada por más que te desollen vivo).


El hombre de al lado de Gastón Duprat y Mariano Cohn con guión de Andrés Duprat es una comedia negra que responde a la tradición cinematográfica del vecino intrusivo. Leonardo (Rafael Spregelburd) un diseñador industrial exitoso, vive con su mujer, una instructora de yoga para clientas exclusivas, su hija, una adolescente encapsulada en su empeño por sacar una coreografía, y una mucama, ligeramente paraguaya, en la casa Curutchet, único proyecto de Le Corbusier en América. Su vida es desahogada, coherente, redonda. Un día Víctor (Daniel Aráoz) un vecino expansivo, bronco, rústico abre un boquete en la medianera para instalar una ventana, que arruinará el equilibrio de la famosa casa y representará una invasión a la intimidad de la familia. Las idas y vueltas por la ventana en cuestión son el quid de la película y desnudarán unas cuantas miserias e hipocresías.


Son claves la muy comentada imagen inicial y unas líneas de diálogo. La película se abre con la pantalla dividida que muestra los dos lados de una pared, en un extremo una maza golpea y en el otro se ven los efectos de los golpes. Se informa así que se tomarán en cuenta ambos costados del conflicto. Y en la primera confrontación, cuando Leonardo increpe por la abertura, Víctor dirá: Sólo quiero unos rayitos de sol, vos tenés muchos. La puja entonces sería sobre algo que alguien tiene de más y al otro le falta.


La película es llana, de muy fácil acceso y aunque no haya un crescendo marcado al estilo tradicional, se la sigue con interés todo el tiempo. Sin embargo son profundas las lecturas que pueden hacerse. Desde las psicológicas o antropológicas como la construcción de la otredad a las sociológicas como la supremacía del integrado. Lo maravilloso es que esas sesudas interpretaciones posibles surgen de las alternancias de la trama, nunca están sobreimpuestas a ella. De modo que uno puede seguir el sencillo argumento y tomarlo “at face value” (es decir literalmente) o enredarse en intrincadas y deliciosas discusiones en el café o la cena post cine. De las múltiples interpretaciones posibles, yo aventuro que revela una sociedad forjada sobre prejuicios y no sobre valores.


El elenco actúa impecablemente bien, pero nada funcionaría sin Daniel Aráoz. Este histrión impar (que queremos desde que irrumpió con la contundencia de una fuerza de la naturaleza a mediados o fines de los ochenta en el mejor período televisivo de Gasalla, el de El mundo de Antonio Gasalla) es el único actor que puede hacer la transición sin fisuras de la simpatía a la amenaza. Su trabajo para el que me faltan adjetivos vertebra el film y lo hace inolvidable.


Ah, para los platenses tiene un encanto adicional, ver a la ciudad que habitamos convertida en un escenario cinematográfico siempre seduce.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 29 de agosto de 2010

Casablanca

Como saben, generalmente elijo una de las películas que estrenan para hacer una crónica. Esta semana había un par de opciones potables (leí por ahí que Agente Salt es un disparate disfrutable y que El hombre solitario con sus peros tiene lo suyo), pero no tenía ganas de ir al cine.

Como hago también generalmente, tomé la revista del cable para buscar una película de la que hablar. Hallé un par de opciones El velo pintado, con uno de mis amores, Naomi Watts, y Casablanca. Me dije: no bromees, ¿qué podés decir de Casablanca que no se haya dicho? Nada en realidad. Si hasta Umberto Eco se ocupó de ella. Aunque, como para mucha otra gente, Casablanca es una de las películas de mi vida.

Pero antes, para los que no están al tanto de los míticos pormenores, hablemos de ellos. Se filmó en un menjunje de escenografías construidas para otras películas, el guión se reescribía continuamente, ni los actores ni el director sabían cómo terminaría, Paul Henried (Lazslo) se comportaba como una prima donna y lo odiaron, el director Michael Curtiz era húngaro y hablaba un inglés macarrónico así que actores y técnicos intuían más que entendían sus órdenes, Humphrey Bogart era más bajo que Ingrid Bergman por lo que tenía que actuar subido a tarimas, ladrillos o sentado sobre gruesos almohadones cuando estaba con ella, Max Steiner, el compositor, eligió una vieja canción que no había tenido éxito cuando supo que no habría tiempo ni presupuesto para escribir una propia, dicha elección (Según pasan los años) se volvió una de las canciones más interpretadas de la historia de la música popular, Sam (Dooley Wilson) el pianista era en realidad baterista y no sabía tocar el piano, casi todos los extras y personajes secundarios eran verdaderos exiliados y refugiados lo que explica la fuerza de las escenas grupales, y todos, desde el últimos utilero hasta los productores jerarcas sentían, mientras la filmaban, que estaban armando un bodrio mayúsculo que con suerte sería a lo sumo una de las tantas películas pasables que salían de la fábrica de chorizos que también era el viejo Hollywood. Sin embargo desde la primera exhibición de prueba fue venerada. Casi un milagro. O el triunfo de gente que amaba lo que hacía y no escamoteaba talento aunque la cosa pintara para desastre.

Todos juramos alguna vez haber oído a Bogart decir: Tócala de nuevo, Sam. Frase que no está, que no existe, hay líneas parecidas, pero no ésa. (Algo similar pasaría con ¿Qué pretende usted de mí?, línea que, por más que porfiemos, la Coca Sarli nunca dice en Carne).

Más que ríos, océanos de tinta se escribieron sobre ella. La sometieron a sesudas interpretaciones. William Donnelly habla que Rick (Humphrey) es un homosexual reprimido y cita las relaciones que establece con Sam y el Capitán Renault (Claude Rains). Harvey Greenberg dice que Rick no puede regresar a los EEUU por un complejo de Edipo que comienza a resolverse cuando Rick ve en Laszlo una figura paterna. Sidney Rosenzweig se concentra en la multiplicidad de modos en que es llamado Rick a lo largo de la trama, lo que evidencia la ambigüedad y los muchos significados que tiene su figura según sea quien le hable. Eco se empeña en odiarla, para terminar amándola.

Vi Casablanca por primera vez a mis impresionables 12 o 13 años. Mis mayores hablaban de Casablanca. Si eran mujeres el título venía precedido de un suspiro y seguido de un ¡Qué película! Si eran hombres, no suspiraban, pero decían: Un peliculón. Yo hallé que no sólo estaba a la altura de los antecedentes sino que me encantó. Durante semanas cada vericueto de la historia me daba vueltas por la cabeza, se me metía en los sueños y alimentaba mis ensoñaciones.

Cuando llegué a La Plata, vi que en una tienda de ropa había un impermeable con cinto muy parecido al de Bogart. Era bastante caro. Hice que mis padres sacaran un crédito y me lo compraran. Fue una buena inversión, lo usaba casi todo el tiempo, me lo saqué cuando ya se deshilachaba. No lo repuse porque para esa época yo era personajes de Jean Paul Belmondo o El farsante de Burt Lancaster. Pero mi período Bogart fue el más importante y entrañable, soporté humillaciones y desdichas, imaginando que era el Rick de Casablanca, un cínico de corazón de oro que enloquecía de amor a un minón como Ingrid Bergman. No fue un mal modo de sobrellevar una adolescencia dolorosa. En alguno de esos momentos me hice actor. Comprendí que era eso o Melchor Romero.

Todas las veces que pude la vi en el cine (cuando éramos jóvenes las películas se reestrenaban), y por televisión (donde por suerte la pasaban seguido). Después coleccioné el video, el DVD y lo haré en los formatos que aparezcan. Como en los libros de aprendizaje de inglés se la menciona con frecuencia, bromeo con que no aprobaré al alumno que no la haya visto. Y ahora como con la computadora copiar es fácil, por cada grupo que enseño hago circular DVDs truchos, que disfruto perder porque sobreviven entre destinatarios ignotos. Me divierte sobremanera la devolución de los alumnos jóvenes que en su vida oyeron hablar de Humphrey Bogart o de Ingrid Bergman. Coseché comentarios como: el chabón (o sea Humphrey) es un maestro y la chabona (o sea Ingrid) se actúa la vida (compartimos); o una cagada que la deje ir porque el otro flaco (o sea Paul Henried) hace cosas importantes, pero es más ganso que un patovica (¿quién no lo pensó? aunque no sé si en esos términos); o: tan mal no termina porque para mí esos dos (Bogart y Rains) se van de putas (no me pregunten de dónde sacó esa idea, no me atreví a indagar).

A veces pienso si con el tiempo alguno se pondrá del bonete con las películas como yo, y si es así, cuál será su Casablanca. Por más que me esfuerce no me hago una idea de cuál puede ser, Hollywood tiene hoy tan poca magia.


A través de los años seguí dialogando con Casablanca. Imaginé una precuela y una secuela. Y en un verano en el que me aburría me puse a seleccionar canciones para hacer una versión en comedia musical. Y cuando parece que ya la superé, que por fin la dejé atrás, me sorprende. Un día cuando acomodaba una biblioteca me choqué con la cajita del video, me puse a pavear y a leer lo que decía con detenimiento, y surgió la idea de la última obra que escribí y ahora ensayo. Si no la vieron o la quieren volver a ver, hoy TCM (canal 38) la da a las 20:05. Yo no la voy a ver porque estaré ensayando. Si no me tendrían sentado frente al televisor y atestiguarían un espectáculo patético. Porque por más que conozco cada truco, cada manipulación, cada error y casi todas las líneas de diálogo, en algún momento me gana y me emociono como la primera vez.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 22 de agosto de 2010

La mirada invisible

Hace un par de años tuve el gusto de leer Ciencias morales de Martín Kohan, la novela ganadora del Premio Herralde en la que se basa La mirada invisible. Me interesó leerla porque las escuelas funcionan muy bien como metáforas de la realidad social en que están inmersas. Un micromundo que remite con elocuencia al momento político social que lo contiene. Cuando me enteré que Diego Lerman haría la versión cinematográfica, me puse a esperarla con ansía. Valieron la pena la expectativa y la espera.


La trama ocurre en 1982, el año de la guerra de Malvinas. Hay un corrimiento temporal entre novela y película. La novela comienza en abril y dura mientras transcurre la guerra. La película comienza en marzo y termina cuando empieza la guerra.


María Teresa, su protagonista, es ingenua, un poco corta de pensamientos y virgen. Tres características que la hacen tierna presa para que la degluta el rígido y militarizado Colegio Nacional en el que trabajara de preceptora. Hará lo posible para ganarse la admiración del jefe de preceptores, el sinuoso Biasutto. El celo con que trabaja la lleva a esconderse en el baño de varones para descubrir a los que van allí a fumar. Me detengo para no revelar más de la cuenta.


La película es tan controlada y estricta como sus personajes. Es maníacamente detallista y en eso reside su grandeza. Cuánto más se aboca a lo nimio, más resuena el exterior que omite. El ambiente que pormenoriza es siniestro, cruel, deshumanizado como la asfixiante sociedad de la dictadura.


La precisa dirección de Diego Lerman exuda talento por los cuatro costados. No es un mérito menor el rompecabezas de edificios que se vio obligado empalmar para evocar el Colegio Nacional de Buenos Aires porque las autoridades se negaron a cederlo como locación. (Mal, señores directivos, no hacerse cargo de la historia es estimular a que se repita).


Quizá no diga nada nuevo a los que fuimos testigos de ese tiempo nefasto (que los represores son reprimidos, monstruos de careta amable, que lo que se reprime, explota, y que toda institución fue una dictadura en miniatura), pero creo que es útil para los jóvenes para quienes ese momento es historia pasada (o sea tan antigua com el Medioevo). A las pruebas me remito. No escudándome en la índole de la materia que enseño, (soy profesor de inglés), cumplo a rajatabla, porque lo creo importante, con la reflexión sobre los desmanes de la Dictadura en la semana del 24 de marzo. En los cursos de adolescentes, más de una vez me han dicho: Profe, no nos hable de la Junta y los vuelos de la muerte, de eso nos hablan todos, cuéntenos cómo era la vida cotidiana, cómo era ser joven en la Dictadura. Tangencialmente esta película viene a llenar esa inquietud. De ahora en más me servirá para fortalecer el debate entre esa realidad y la que ellos conocen.


Si bien cerca del final es posible prever las acciones de los personajes, los actores hacen que el desenlace sea contundente, porque Lerman cuenta con dos protagonistas de excepción. Osmar Núñez está perfecto en el untuoso Biasutto. Y Julieta Zylberberg, a los 26 años, se consagra como una de las mejores actrices de la Argentina. Su impecable actuación la coloca en el podio de las mejores caracterizaciones del cine nacional, junto a la Marilina de La Raulito, la Goris de Eva Perón o la Manso de Boquitas Pintadas. (Qué difícil va a estar este año dar el Cóndor de Plata a la Mejor Actriz, creo que lo más justo sería un ex aequo entre Erica Rivas de Por tu culpa y la Zylberberg por esta película.


A los coleccionistas de datos les cuento que el vendedor de la disquería es Martín Kohan, el autor de la novela. Lerman se sorprendió de su soltura, cuando se lo confesó, Kohan le contó que de niño había participado en publicidades. Así cualquiera.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 15 de agosto de 2010

Chloe

Chloe es un despropósito. Una de esas películas que al terminar de verlas, uno se pregunta: ¿por qué la hicieron?, o lo que es peor: ¿para qué la vi?


Se trata de una remake de un buen film de Anne Fontaine: Nathalie con Fanny Ardant, Gérard Depardieu y Emmanuelle Béart. Ante una remake que no reformula ni mejora el original, una pregunta se impone: ¿por qué corno se tomaron la molestia? La respuesta que generalmente se da es: porque el público yanqui detesta leer subtítulos. Ahora bien, gastarían la tercera parte que cuesta una remake doblando el original e imponiéndolo con una agresiva campaña publicitaria. Pero, en fin, la mente de los productores es un misterio insondable.


La trama se centra en una esposa despechada (Julianne Moore) que contrata a una prostituta (Amanda Seyfried, la Chloe del título) para que ponga a prueba los límites de la fidelidad de su marido (Liam Neeson). Las insospechables (bah, es una forma de decir) derivaciones de esta situación mutarán el melodrama de celos (intenso) a drama psicológico (leve) que desembocará (¡otra vez!) en thriller con psicópatas.


El egipcio-canadiense (siempre me divirtió que sus nacionalidades remitan a países tan distintos, uno tan soleado y el otro tan nevado) Atom Egoyan es famoso por su erotismo y sus climas hipnóticos y sugerentes. Aquí parece que se autoparodiara. El erotismo le salió estilo soft porno de los setenta (sin las desmesuras gozosas de una de Armando Bo con la Coca Sarli), y la atmósfera resulta tan hipnótica y sugerente como el show de Tinelli (Bueno, Tinelli no será hipnótico ni sugerente, pero sí peligrosamente adictivo, hace como 20 años que muchos no pueden dejar de verlo).


Uno le agradece siempre a Julianne Moore que inunde sus personajes con intensidad emotiva, pero aquí, sin una historia plausible que la contenga, parece una diva de ópera desmelenada y absurda. (Estos triángulos tan raros son más creíbles en francés). Amanda Seyfried, que ensayó todas las variables de la chica buena en ¡Mamma mía!, Querido John y Cartas a Julieta, se calza los tacos de la perversita y se revela como una actriz prometedora. Lo que no quiere decir que redondee el personaje, aunque la chica le pone garra y es un placer ver a alguien en la pantalla con un cuerpo normal con morbideces ante tanta flaca falsa, víctima de dietas abusivas. Y ésta es la película que Liam Neeson rodaba cuando perdió a su esposa en un estúpido accidente de esquí, la querida Natasha Richardson. Mientras la cosa se pone obvia, uno puede jugar al detective emocional y discernir si la escena que le vemos fue antes o después del infausto cercenamiento, eso se nota porque no hay profesionalismo que disimule el dolor de una ausencia inesperada.


No es un bodrio a secas. Es algo mucho más nocivo: un film que nadie necesitaba.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 8 de agosto de 2010

Pájaros volando

Desde hace años, por suerte, pertenezco a los seguidores de Diego Capusotto, secta en expansivo crecimiento. Por suerte, insisto y enfatizo, congenio con su humor. De no ser así, me hubiera perdido la oportunidad de disfrutar del talento de uno de los tipos más creativos de este país. Por suerte, digo, porque al contrario del diálogo con los actores dramáticos, la relación con los cómicos es mucho más visceral. A los actores dramáticos, uno puede odiarlos hasta el desprecio, pero les concederemos, con un mínimo de tolerancia, un resto de ecuanimidad. A los cómicos, uno puede quererlos hasta perdonarles todo, y si no nos causan gracia, pobres, los detestamos como a monigotes ridículos negados a toda redención. Algo así como que las reglas del romance se aplican a nuestra relación con los cómicos: o tenemos química o nada. Las tibiezas de los términos medios no existen.


De ahí a que vayamos a ver las películas de nuestros cómicos favoritos como quien visita a un amigo. Vamos a profundizar la relación, a constituir nuevos recuerdos, a fundar nuevas gracias que no nos cansaremos de repetir sin que fallen la sonrisa o la carcajada.


Pájaros volando es la segunda película de Néstor Montalbano que reúne a Diego Capusotto y Luis Luque. Antes habían hecho la deliciosa Soy tu aventura en la que también participaba Luis Aguilé, figura insoslayable de la infancia televisiva de los que pasamos los cuarenta.


Pájaros volando, que tiene guión de Damián Dreizik, es una de risa, muy efectiva, que rebasa talento cómico. Montalbano se mueve en una zona en la que conviven un costumbrismo exacerbado y un absurdo desequilibrante. Sabe construir logradísimos momentos hilarantes y los cinco para el peso que le faltan quizá tengan que ver con la falta de una orquestación más definida de los 20 minutos finales que lleven su film a la excelencia indiscutible. Este exceso de celo crítico de mi parte no impidió que disfrutara a lo grande cada minuto de la película.


El elenco mezcla a actores (Capusotto, Luque, Dreizik, Vanesa Weinberg, Juan Carlos Mesa, Osqui Guzmán, Verónica Llinás, Alejandra Flechner, Lola Berthet, Atilio Pozzobón, Eduardo Calvo) con no actores (Antonio Cafiero, Víctor Hugo Morales, Miguel Zabaleta, Claudia Puyó, Miguel Cantilo, Adolfo Sánchez, Norberto Verea). De la mayoría de ellos, me fui con una secuencia que me desternilló y que creo que no olvidaré.


Luque es un actor inmenso. De Capusotto, a quien los elogios excesivos lo incomodan, sólo diré que está a la altura de sus antecedentes, lo que es muchísimo. Y a riesgo de ser injusto con Osqui o con Dreizik, me es imposible no destacar en esta crónica a Mesa. Un deleite, mire.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Vincere

Ida Dalser, como la protagonista de un bolero, sólo fue culpable de amar hasta el delirio. Al hombre equivocado. Error que en el bolero y en la vida se paga caro. Ida se deslumbra con un joven Mussolini enardecido, quien todavía milita en el socialismo. Le entregará todo a ese hombre de ojos que echan fuego. Cada milímetro de su cuerpo y todos sus bienes. Malvenderá su negocito para que él pueda editar un periódico. Le dará un hijo. Y él, un poco por conveniencia política y un poco por hijo de puta, la relegará a un trágico destino, que la pobre desandará terca y dignamente, arrastrando a su hijo a horas negras y amargas.


El gran Marco Bellocchio nos da una película magnífica que será difícil olvidar. Operística, visceral, emocionante. Rica en implicancias psicológicas, sociales, políticas, que se inscribe entre lo mejor del cine italiano. Y no sólo el de ahora, el de todos los tiempos.


Se basa en una historia hasta no hace mucho ignorada. Y de las muchas resonancias que despierta el título (vencer es su traducción), me quedo con la que le da la victoria final a la sufrida Ida, rescatada postreramente del silencio, del olvido, del desamor.


Giovanna Mezzogiorno, como la mejor Sophia Loren o la sublime Anna Magnani, no se guarda nada y es pura fidelidad a lo que siente, a lo que le pasa a su personaje, a lo que lo hace ser quién es, lo que lo define: ese amor tan apasionado como ciego. Intentar adjetivar esta actuación es empequeñecer el deslumbramiento que provoca. Tan portentosa es. Además su presencia subyuga. Cuando no está en pantalla, se la extraña.


Filippo Timi pauta primero con exactitud la personalidad del futuro líder fascista, que los noticieros registran como un cartoon desaforado. Después encarnará con sensibilidad al hijo malogrado.


Lo más cercano a una obra maestra que hayamos visto este año.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 1 de agosto de 2010

El origen

Desde el principio de los tiempos, el universo de los sueños ha desvelado a más de un creador. Freud escribió sobre ellos un tratado famoso. Shakespeare y Garcilaso armaron con ellos metáforas irrepetibles. Calderón escribió una de las obras capitales del teatro mundial con una definición como título: La vida es sueño. Y Borges entretuvo al mundo con la ilustración de la idea de que quizá seamos el sueño de alguien.


Demás está decir que la plástica y el cine, por su visualidad eminente, se han aventurado en el mundo onírico incontables veces.


Christopher Nolan se suma a la tradición con un thriller de ciencia ficción, visualmente saludable, pero intelectualmente anémico. Leonardo Di Caprio lidera una banda de especialistas en meterse en los sueños de empresarios para robarles secretos. En la primera misión que vemos, algo sale mal y el contratista (el gran Ken Watanabe) los obliga a ir más allá: quiere que implanten una idea en la mente de alguien.


Nolan, que desde Memento tiene el complejito de ser el más inteligente de la clase, se pone a estratificar varios niveles en su historia, lo que podría ser muy interesante si no resolviera el trámite con persecuciones, tiroteos y explosiones que en el fondo no interesan porque el enigma pasa por otro lado, pero que están puestas para regocijo del deglutidor de maíz inflado. Todo al son de una de las partituras más insoportables, estilo musiquita de juego de computadora, que se recuerden. (Jubilate, Hans Zimmer, ya)


A Nolan le encantan los efectos especiales y tiene talento para la imaginería visual, combinación que fructifica mayormente bien durante los 148 minutos que dura la película. Duración que no se siente demasiado porque el hombre tiene ritmo y sabe contar. Pero le da tantas vueltas al ovillo y los actores están obligados a vociferar tantas explicaciones que uno comienza a sospechar de la supuesta multiplicidad de lecturas y termina comprendiendo que la idea central es elemental y bastante pobretona. Para colmo, Nolan insiste en su tendencia a tomarse a sí mismo muy en serio y el tono dominante es solemne, pedante e “importantoso”. Lo que no quita que entretenga y hasta por momentos seduzca. (En lo personal, disfruté la escena en la que homenajea al Fred Astaire que caminaba por las paredes en Boda real de Stanley Donen)


Di Caprio, quien en la adultez busca sin suerte papeles que le reverdezcan los laureles ganados en su niñez y adolescencia, vuelve a estar lacerado por la culpa como en su film anterior, La isla siniestra de Martin Scorsese. Joseph Gordon-Levitt, Ellen Page, Tom Hardy, Dileep Rao, como los integrantes de la banda, hacen lo posible por pasarla bien. Cillian Murphy, Tom Berenger y Pete Postlethwaite están en la trama de la idea implantada y se ganan el mango con honestidad. Lukas Haas hace un papelito. Ken Watanabe y Michael Caine revisten a sus personajes con algo parecido a una vida. Y la sencillamente maravillosa y apabullante Marion Cotillard, en un personaje que en los términos del cuento no es en rigor un personaje si no una proyección de la mente de Di Caprio, justifica por sí sola la visión de la película. El afiche bien podría resumir así el film: un concepto, acción, efectos especiales, pochoclos y Marion Cotillard.

Un abrazo,
Gustavo Monteros