Haré algo que jamás pensé que haría.
Transcribiré una crítica ajena. No por vagancia, desidia o cansancio sino
porque creo que describe bastante cabalmente lo que la película es. Después,
como corolario, expondré mi humilde opinión.
EL ARBOL DE LA VIDA, DE TERRENCE MALICK, CON BRAD PITT Y
SEAN PENN, PALMA DE ORO DEL FESTIVAL DE CANNES
Acerca del
origen y el destino de las especies
De una ambición desmesurada, la nueva película del
director de La delgada línea roja es una suerte de poema sinfónico-religioso que
toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50
y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica.
Por
Luciano Monteagudo
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EL ARBOL DE LA VIDA
The Tree of Life,
Estados Unidos/2011
Dirección y guión: Terrence Malick.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Música: Alexandre Desplat.
Efectos especiales: Douglas Trumbull.
Diseño de producción: Jack Fisk.
Intérpretes: Brad Pitt, Sean Penn, Jessica
Chastain.
Brad Pitt
es el padre terrible que, a la manera de Dios, inspira tanto amor como temor.
En los
afiches, al frente del elenco, figuran Brad Pitt y Sean Penn, pero en El árbol
de la vida, la estrella es el director, Terrence Malick, y su protagonista es
nada menos que el misterio del universo, desde el origen de los tiempos hasta
estos días. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?, son algunas
de las preguntas que se hace la nueva película de Malick, un film de una
ambición desmesurada, una suerte de poema épico-sinfónico-religioso que toma
como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la
pone en perspectiva con una dimensión cósmica.
Con
tantos defensores como detractores desde que en mayo pasado se alzó con la
Palma de Oro del Festival de Cannes, The Tree of Life es esa clase de obra en
la que el cineasta –para bien o para mal– se asume plenamente como artista. Y
más aún, como pensador. En el caso de Malick, eso significa arrogarse la
herencia de los llamados “trascendentalistas estadounidenses” (Whitman,
Thoreau, Emerson) y su noción de la naturaleza como expresión de la unidad del
mundo y de Dios. Y ponerla en crisis con toda una tradición cristiana que se
remonta al Antiguo Testamento, al enfrentar la idea de naturaleza contra la de
gracia divina.
Esa lucha
interior está en el centro de la familia O’Brien, oriunda de la pequeña
localidad de Waco, estado de Texas. Padre (Brad Pitt), madre (Jessica Chastein)
y tres hijos varones llevan una vida relativamente feliz en una localidad
arquetípicamente estadounidense, aunque esa existencia no está exenta de
fuertes conflictos internos. Figura brillante pero a la vez severa y
autoritaria, el padre impone su ley y su orden en esa casa, donde se escuchan
Brahms y Bach y se reza en la mesa antes de empezar la cena. Quien sufre
particularmente este peso del padre, esta sombra, es el hijo mayor, Jack, que
de adulto –perdido en la gran ciudad, lejos de la Madre Naturaleza– estará
encarnado por un cariacontecido Sean Penn.
Hay amor
y también odio en esa relación padre-hijo, pero la película –a contramano del
cine que suele producir Hollywood– reniega no sólo del realismo, sino de la
linealidad del relato. La película va y viene en el tiempo de la manera más
libre, al punto de que ni siquiera es necesario establecer si se está frente a
ensoñaciones o recuerdos. Y en un gesto de audacia retrocede salvajemente hasta
el comienzo del mundo, cuando la Tierra parece estar en formación y las aguas
se funden con los magmas de lava y se forman lagos y montañas y los meteoritos
sacuden la superficie del planeta.
De ese
caos y de esa energía –materializados en la pantalla por Douglas Trumbull, el
legendario técnico a cargo de los efectos especiales de 2001: Odisea del
espacio, de Kubrick, un film que funciona como referente para Malick– provienen
también los O’Brien, parece decir la película, donde la naturaleza está siempre
presente como una fuerza creadora eterna. Y está incluso en los momentos más
banales de la vida de esa familia, que Malick pinta siempre con una estructura
fragmentaria, con trazos aislados, como si lanzara líricos brochazos de sol
sobre la pantalla.
El árbol
de la vida no siempre puede estar a la altura de semejantes ambiciones y, por
momentos, es de una puerilidad absoluta, como cuando se empeña en representar
algo así como el alma universal con una especie de abstracción con forma de
ameba, que se agita hacia el comienzo y el final del film. Otras instancias
están más logradas, pero resultan redundantes, como cuando en ese viaje hacia
la historia pre-humana Malick –gracias a la tecnología digital– parece recorrer
en apenas unos minutos la distancia que va de 2001: Odisea del espacio a
Jurassic Park, con dinosaurios y todo. Se diría que las cimas y abismos en la
creación del mundo que describe el film también los alcanza la película misma,
donde el mejor cine también convive con el peor.
La
evocación del mundo de la infancia, por ejemplo, no podría ser más perfecta,
como si Malick hubiera abrevado en sus propios recuerdos familiares para
encontrar allí una suerte de verdad esencial, que es capaz de transmitir con el
vuelo lírico de un auténtico poeta. De hecho, y aunque Malick es famoso por el
celo con el que guarda su vida privada (no otorga entrevistas desde su primera
película, Badlands, en 1973), se sabe que el director pasó su infancia en Texas
y que perdió un hermano siendo muy joven, como aquí le sucede al conflictuado
Jack O’Brien. (No es una casualidad que sus iniciales remitan al Libro de Job,
citado en el prólogo del film.) Pero lo que importa, en todo caso, es la
sensorialidad, la manera con que el director consigue despertar en cada
espectador sus propios recuerdos, un poco como sucedía también en El espejo
(1975, Andrei Tarkovski), otro film que trabajaba a partir de la memoria
fragmentada de las experiencias y sentimientos fundantes de la infancia.
Por el
contrario, todas aquellas escenas ubicadas en el presente, donde Sean Penn
interpreta a Jack de adulto, parecen en comparación torpes, obvias, remanidas,
con el personaje poniendo cara de sufrimiento en una jungla de cemento y
cristal, perdido en su propia confusión espiritual. Ni qué decir de esa
secuencia a orillas del mar, con una estética publicitaria estilo New Age, en
la que Jack atraviesa una suerte de portal y se reencuentra con una infinidad
de ánimas errantes, entre ellas las de sus padres y hermanos, todos fundidos en
un abrazo de amor universal.
Es que El
árbol de la vida finalmente es un film estructurado a partir de oposiciones a
veces tan tajantes como maniqueas, desde el conflicto religioso entre los
conceptos de naturaleza y gracia divina que se manifiesta en el prólogo hasta
los contrastes entre padre y padre, infancia y madurez, comienzo y fin. No
parece casual entonces que esa lucha se dé también en el corazón mismo de la
película, en su contenido tanto como en su forma.
(Publicada el Jueves,
29 de septiembre de 2011 en Página 12)
Sí, coincido en muchos
aspectos con lo que se transcribió. Terrence Malick (Malas tierras, Días de gloria, La delgada línea roja, El nuevo mundo) que se ponía fichas como artista, se asume como
tal. Y ¿eso qué corno significa? Lanzarse a la propia interioridad, bucear en
ella y sin ninguna concesión hacia el público, expresar el mundo propio, con la
convicción de que lo surja, personal e intransferible será, sin embargo,
relevante y significativo para el resto de los mortales. Grandes artistas que
en el mundo han sido: Bergman, Fellini, Kurosawa, Billy Wilder no se asumieron
como tales, nunca prescindieron del público y prefirieron que el tiempo que se
mide en historia les dijera si lo habían sido o no, y en vida gozaron de
laureles y homenajes. Otros, Goddard, Pasolini, Antonioni, Kubrick se asumieron
como artistas y lograron resultados dispares. En la plástica, asumirse como
artista es el único camino, pero en las disciplinas de representación (cine,
teatro) puede ser suicida, o lo que es peor masturbatorio.
Pero ¿cómo le fue a Malick?
No sale mal parado, pero tampoco se sostiene con firmeza. El árbol de la vida es una experiencia única que puede ser vista
como una genialidad o como una auténtica bosta. En mi caso, pasé por ambas
percepciones alternativamente. Cuando se concentra en la familia, en la
relación amor odio entre padre e hijo, en el pasaje de la niñez a la
adolescencia, el film respira plenitud y talento; pero cuando le agarra el ataque
metafísico que se traduce en una especie de documental National Geographic me
pareció insoportable, aburridísimo, larguísimo, agobiantemente absurdo. El
ataque más New Age, la parte que le corresponde a Sean Penn, me resulto más
soportable, pero de una obviedad y superficialidad preocupantes, sobre todo en
alguien que se autoerige en filósofo de la imagen.
Actoralmente, a Jessica
Chastein le va mejor, tiene algo para hacer y lo hace muy bien. Brad Pitt da
una buena actuación, quizá porque el modo oblicuo, tangencial que elige Malick
para filmarlo le conviene a su más que limitado talento. Y como mi maldad no
tiene límites, me indispondré con sus admiradoras y diré que por momentos se le
nota mucho el bótox, el colágeno o lo que sea que se use para inflar mofletes y
borrar arrugas. El pobre Sean Penn, al que le toca la parte simbólica deambula
con cara de santo que se le pasó el día.
En definitiva, una película
atípica a la que hay que ir advertido. Esperamos haber sido útiles.
Un abrazo, Gustavo
Monteros