viernes, 25 de octubre de 2013

Gravedad



Gravedad se dio a conocer internacionalmente en el Festival de Venecia, fuera de competencia. Al poco tiempo se exhibió en la muestra de Toronto. En ambas ciudades despertó el amor del público y el entusiasmo de los críticos. En la taquilla estadounidense fue una Cenicienta, se estrenó con menos publicidad y bambolla que los otros tanques con los que competía y arrasó. Aunque respeto a Alfonso Cuarón (La princesita, Grandes esperanzas, Y tu mamá también, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, Niños del hombre), con soberbia estúpida pensé que la convertiría en una de esas películas que todo el mundo ama y que yo me empeño en aborrecer, porque tanto amor instantáneo me amenazaba, me compelía a que me gustara y con tardío recelo adolescente me resistía a sumarme al entusiasmo uniforme. Qué equivocado estaba.

Gravedad no es una película de estudio, no, es un proyecto personal que Cuarón elaboró con su hijo, Jonás, durante unos cuantos años y que después le vendió a un estudio. Es una nueva instancia del viejo relato de los marooned (abandonados, aislados, varados) en el espacio que deben sobrevivir mientras hallan un medio de volver a la Madre Tierra. Sandra Bullock es una científica que instala un zocotroco que estudiará las cosas por ahí y George Clooney es el conductor de la nave. Los rusos por error bajan un satélite de un misilazo y desatan una avalancha de residuos, porque allá arriba está lleno de artefactos, estaciones y esas cosas. Se quedan sin comunicación con la Tierra y entonces…

Gravedad, como las tiras del paracaídas que se enredan en las piernas de la Bullock, tiene una manera de engancharte y llevarte a su centro gravitacional sin darte respiro ni para desenvolver un caramelo. Son 91 minutos de entretenimiento trepidante, apabullante. Hollywood andaba necesitando una inyección de Cuarón, el mexicano concibe una belleza personalísima y se despacha hasta con un par de innovaciones técnicas que serán copiadas hasta el hartazgo en futuras explotaciones pochocleras. Deslumbra la manera en que nos lleva desde el afuera hasta el interior del traje de astronauta de la Bullock, sencillamente magistral.

Gravedad es básicamente un two hander (obra de dos personajes) y necesitaba dos estrellas de probado magnetismo con identificación positiva inmediata con el público. Sandra Bullock y George Clooney lo son, conozco personas que los detestan pero son las menos, los que los queremos somos más, de allí su democrática popularidad. Clooney desparrama su proverbial encanto y seducción y Bullock entrega su mejor actuación hasta la fecha, el personaje se aviene perfectamente a su estilo salvaje y físico de encarar la actuación. Hablando de físico, la Bullock a los 49 años conserva las curvas en los lugares adecuados y alborota la ratonera entera.

Gravedad, como La invención de Hugo Cabret de Martin Scorsese, merece verse en cine. Se disfrutará en cualquier formato pero es cine puro del mejor cuño y se experimentará mejor en pantalla grande y sin interrupciones. Un espectáculo grandioso, sofisticado y con el mejor espíritu de las viejas matinées.
Un abrazo, Gustavo Monteros

Por sus obras los conocereís



En un principio pareció ser un discurso más, el tiempo habría de demostrar que fue un ideario a cumplir.

viernes, 18 de octubre de 2013

Nunca estuviste tan adorable



Sin exageración ni obnubilación alguna, asevero y firmo que Nunca estuviste tan adorable es una de las obras teatrales más hermosas que se hayan escrito. En 2004 para el ciclo Biodrama (de obras que se gestan a partir de algún elemento biográfico) que coordinaba Vivi Tellas, Javier Daulte estrenó esta, insisto, bellísima pieza en el Teatro Sarmiento. Debido a su éxito pasó al año siguiente al Teatro de la Rivera (donde pude verla) para terminar en el 2006 en la calle Corrientes, más precisamente en el Broadway.

La talentosa actriz Mausi Martínez se enamoró de ella y decidió llevarla al cine en el 2009. Compartió el guión con Daulte y escribió las letras de las canciones que se oyen en el film (en la puesta original había interludios musicales sin letra).  La obra cuenta hechos de la vida de la abuela materna de Daulte.

La primera parte es apabullantemente locuaz y de incesante ritmo, no hay que desesperar, de a poco se comprende cuáles son las relaciones entre los que hablan  y de quienes hablan. En mi cabeza, este inicio se equipara al famoso arranque de la novela de Manuel Puig, La traición de Rita Hayworth, con aquel larguísimo diálogo pelado en el que no se especifica quienes hablan, dónde y en qué momento. Y ya que hablamos de Rita Hayworth, digamos que el título es la traducción literal del nombre del film que Rita coprotagonizó en 1942 con Fred Astaire (You were never lovelier), que aquí se conoció como Bailando nace el amor y que no es otra cosa que la remake de Los martes, orquídeas, película de 1941 que transformó a Mirtha Legrand en estrella de la noche a la mañana. De allí que en el monólogo de Mirta Busnelli donde narra la anécdota que pagará tan caro, ven en un cine Los martes, orquídeas.

Como en ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, 1966, de Mike Nichols, Mausi Martínez no disimula el origen teatral sino que más bien lo celebra. Excelente decisión ya que el texto es muy rico. Martínez estiliza la escenografía y el vestuario y ofrece una película tan sencilla como elegante. María Onetto, de pelo corto y teñido de rojo, tiene un aire a la Gwen Verdon de los años 60, tiempo en que transcurre la acción.

Martínez conservó a parte del elenco original, a las dos insustituibles protagonistas, María Onetto y Mirta Busnelli, y a Lorena Forte, Lucrecia Oviedo y William Prociuk. Reemplazó a Carlos Portaluppi (Guillermo Arengo hizo también ese papel en la obra) por Luis Luque y a Luciano Cáceres por Gonzalo Valenzuela. Luque está perfecto, pero me cuesta olvidar lo maravilloso que estaba Portaluppi. Valenzuela está también muy bien como el padre de Daulte.
Este domingo 20 de octubre, día de la madre, a las 18 hs puede verse Nunca estuviste tan adorable en Incaa TV. Si tienen la suerte de tener este canal en la grilla de su cable, no se la pierdan. La película se distribuyó poco, no se editó en DVD y merece verse. Por los valores propios del film y por las virtudes de un texto ineludible.

Un abrazo, Gustavo Monteros

jueves, 10 de octubre de 2013

Blue Jasmine



Una mujer muy caída en desgracia se refugia en la casa de su hermana, último bastión que le queda. ¿Les suena familiar? Claro, es el conflicto inicial de Un tranvía llamado Deseo. Blue Jasmine, la última de Woody Allen es una reformulación homenaje a la obra homónima de Tennessee Williams. No sorprende entonces que la protagonista sea la magnífica Cate Blanchett, que ya tiene en su haber dos versiones de Blanche en sendas puestas teatrales de la obra, la última dirigida nada más ni nada menos que por la inmensa Liv Ullman.

Se trata de una reformulación no de una versión o una actualización. Hay una reescritura completa. Pero el punto de partida y el de llegada, más alguna que otra circunstancia, son iguales a los de la eximia obra teatral. Los que conocemos bien la obra disfrutamos las similitudes y los apartamientos del original. Los que no la conocen tendrán el doble placer de disfrutar esta transformación y podrán después, si son gustosos, remitirse al libro o a alguna de las versiones cinematográficas o televisivas de la pieza. El tema central en Williams y en Allen es la imposibilidad de una mujer para superar su pasado y la pobre, por errores propios y avatares ajenos, termina por desbarrancarse en la insania.

Como siempre los diálogos de Allen son precisos y punzantes, los personajes delineados con claridad meridiana, las interpretaciones gozosas y fluidas porque al no haber tanto corte de planos pueden apreciarse en toda su riqueza. La expresiva dirección de arte vuelve a ser de su colaborador frecuente, el gran Santo Loquasto y la hermosa fotografía es del español, Javier Aguirresarobe (Los ojos de mi niña, Los otros, Hable con ella, Los fantasmas de Goya, Vicky Cristina Barcelona).

Y como siempre también cuenta con el elenco que se le ocurre, nadie le dice no a Woody. Alec Baldwin, Louis C K, Bobby Cannavale, Andrew Dice Kay, Peter Sarsgaard, Michael Stuhlbard están irreprochables, pero el film tiene una reina y una virreina. La genial Sally Hawkins es la hermana y, me pongo de pie, porque en una actuación sencillamente antológica, Cate Blanchett habita la perfección. Se ve venir lo que le pasará a su personaje y sin embargo por más preparados que estemos nos deja con un nudo en la garganta.

Por Cate, Sally y los virtuosos talentos de Allen es una película imperdible. Sin duda alguna, una de las mejores del año.

Por suerte es todo lo que tengo para decir. Por haber sido justo con Woody,  no tengo que pedalear en el aire. Como nunca dije que estaba acabado, que era un has-been total, que Match-point era el resabio del oficio que se negaba a morir, que Medianoche en París era la última golondrina que le hacía el verano a un director seco e invernal o alguna otra insensatez de parecido temor, no tengo que disculparme, justificarme o elucubrar alguna teoría trasnochada que compense tanta metida de pata.

Posterior al estreno de esta película en Londres, los críticos de The Guardian eligieron las 10 mejores películas de Woody Allen y como tenían que ser sólo 10, dejaron afuera a… ¡La rosa púrpura del Cairo! ¿De cuántos directores se pueden elegir sus mejores 10 películas? Algunos en toda su carrera no llegaron a 10 y apenas unas pocas podían ser consideradas sus mejores. El pequeño es un gigante. O como decía la vieja propaganda del secarropas: Poderoso el chiquitín.
Un abrazo, Gustavo Monteros

jueves, 3 de octubre de 2013

Hannah Arendt



La cosa empezó mal. En la sala muchos espectadores zambullían sus manos en baldazos para pescar el pochoclo, llevarlo a la boca y deglutirlo. Tanto cranch, cranch, cranch poco ayudaba a adentrarnos en el clima que la directora Margarethe Von Trotta quería crear. El silencioso secuestro de Eichmann en 1960 en San Fernando, Buenos Aires, interrumpido levemente por música suave transcurrió a pleno cranch, cranch, cranch. Una señora muy molesta dijo en voz alta: No deberían vender pochoclo para películas como ésta. Otra, más molesta todavía, dijo: A ver si la cortan con tanto ruido. Los pochocleros, impertérritos, seguían con sus cranch, cranch, cranch. En la pantalla, la película iba de mal en peor, cometía todos los pecados de la peor miniserie biográfica, diálogos tan explicativos y situaciones tan didácticas que dejaban al Pato Lucas de algunos cartoons con sus carteles de “Éste es el malo”, “Éste es el bueno” a la altura de un Bergman. Hay muchas maneras de presentar personajes con antecedentes, pero la Von Trotta y su coguionista Pam Katz, elegían las más obvias. Groseramente nos contaban que Arndt era una filósofa famosa, que había sido alumna y algo más de Martin Heidegger (quien terminó defendiendo al Nazismo), que había estado internada en un centro de detenidos judíos en Francia (eufemismo si los hay) y que había sido salvada de ser trasladada a un campo de exterminio por una visa para EEUU que consiguió su querido marido, Heinrich, a quien Hannah le perdona una relación paralela de lo más blanqueada con una psicóloga, que la novelista Mary McCarthy es la amiga y admiradora que la integró a la intelligentsia estadounidense, que su amigo Hans se salvó de los campos y luchó contra los Nazis tras alistarse en el ejército inglés y que tiene una visión opuesta a la de Hannah en todos los temas, que no tuvo hijos pero que su joven secretaria, Lotte, es mejor que una hija porque la familia no se elige y los amigos sí, etc. Pensándolo bien, quizá no estuviera mal que esta parte de la película tuviera el cranch, cranch, cranch de los pochoclos de fondo, porque la resolución del guión era de lo más pochoclera. Ejemplo flagrante, Hannah Arndt escribe a la revista New Yorker para solicitar ser su corresponsal en el juicio a Eichmann en Israel y el editor está tentado a aceptar, pero cuenta con una bruja de asistente que pregunta: “¿Y ésta quién es?” Entonces el secretario del editor saca un libro de una estantería y dice: “Es la autora de Los orígenes del totalitarismo, leelo”. El editor le da el trabajo, se ve a Hannah en un autobús en Israel y comienza otra película, muy buena, excelente tal vez. (Para entonces, los deglutidores de pochoclo, gracias a Dios, habían terminado su faena.

En Israel, Hannah se reencuentra con su querido amigo Kurt, un sostenedor del sionismo, con quien poco coincide, pero con el que siempre se reconcilia. Comienza el juicio y Van Trotta toma una decisión clave que se vuelve significativa, no pone a un actor a hacer de Eichmann (como dijo en un reportaje, le hubiera pedido que lo imitara a la perfección) sino que usa la grabación televisiva del juicio con el mismísimo Eichmann. Quiere que corroboremos o no lo que Arndt ve. Porque dos cosas llaman la atención de Hannah: la profunda mediocridad de Eichmann que contrasta con el horror de la tarea a su cargo, llenar los trenes que iban a los campos y dos, la justificación de unos de los líderes judíos sobrevivientes que provoca una dolorosa reacción en uno de los miembros del público. Volverá a los EEUU y concebirá una interpretación que despertará tumultuosas polémicas y le dejará unos cuantos ex amigos. En esta, digamos, segunda parte, el film se vuelve apasionante, atrapante, desafiante. Tersura que se ve opacada por flashbacks que remiten a su relación con Heidegger, como dijo alguien en algún lado los flashbacks lucen elegantes y cohesionados en el cine clásico, pero en el cine moderno parecen un artilugio mañoso.

Toda buena obra de arte parte de una realidad muy acotada para alcanzar resonancia universal. Pero Hannah Arendt establece con nosotros un diálogo más cercano y relevante. Por desgracia hay unos cuantos puntos de contacto entre el régimen nazi y la dictadura cívico militar que arrancó en el 76. Y más de una reflexión que se baraja nos hace eco. Y no sólo dialoga con nuestro pasado, la escandalizada reacción de gente que no leyó el artículo de New Yorker, que no fue a las fuentes y se basa para ofuscarse en interpretaciones tendenciosas de periodistas prejuiciados guardan más de una coincidencia con algunas airadas reacciones cotidianas nuestras.

Curiosamente también dialoga con la película de la que hablamos recientemente. En Wakolda el secuestro de Eichmann apresura la fuga de Mengele y ambos films están hablados en más de un idioma lo que acentúa en Hannah Arendt un yerro que no es de la película. En Wakolda los subtítulos no son tales sino las líneas originales del guión que fueron traducidas al alemán y al hebreo para ser dichas por los actores; en Hannah Arendt los subtítulos son subtítulos y, para nuestro infortunio de espectadores, bastante malos. En una película de ideas contar con subtítulos pobres, inorgánicos, difíciles de seguir es un castigo del que podrían habernos librado.

Margarethe Von Trotta (Las hermanas alemanas, Rosa Luxemburgo, La promesa) elige bien a sus actores y los dirige mejor. Todos están perfectos, aunque sobresalgo a dos. Gracias al cine de Fassbinder y la misma Von Trotta, la exquisita Barbara Sukowa no nos es ajena. Aquí como el personaje del título vuelve a deslumbrarnos. Y Janet McTeer que fuera el entrañable pintor de brocha gorda en El secreto de Albert Nobbs ratifica como Mary McCarthy su impecable talento.

La película termina prácticamente con una invitación a adentrarnos en la obra de Arendt, en lo personal recogeré el guante porque la conocía sólo de mentas. Ésta es una película ineludible (lo que sigue es de mi cuenta y riesgo) que incita a oponernos a lo que la derecha política hace últimamente: vaciar de contenido la discusión y las ideas hasta transformarlas en slóganes huecos con los que se pretende anular el desarrollo del pensamiento. Porque pensar es siempre peligroso, aunque es lo único que nos salva, vaya paradoja, de peligros mayores.
Un abrazo, Gustavo Monteros