jueves, 29 de enero de 2015

St Vincent



En los peores momentos, los actores son unos monigotes inseguros, vanidosos, narcisistas que se pavonean por un escenario o frente a una cámara para mendigar, a través de un aplauso tibio, un poco de aprobación. En sus mejores momentos, cumplen con el noble oficio de entretener y, si están inspirados, de iluminar conductas. 


Y como en todo, están las excepciones, los angelados, a los que Dios, si existe, los nombró sus bufones. Bill Murray es uno de ellos. No sabe lo que es el narcisismo y le basta con aparecer para iluminar alguna falla o virtud humana. Y al menos a mí y a unos cuantos que conozco nos gusta mirarnos en las imágenes que nos propone, porque en él, los yerros son casi perdonables y los aciertos, incluso los más pequeños, casi gloriosos.


A Vincent no le gusta la gente y él tampoco cae muy bien que digamos. Anda en los sesenta largos y arrastra los vicios de la juventud de su tiempo: fuma mucho, bebe ídem, apuesta y debe hasta lo que no tiene, y recibe la higiénica visita semanal de una prostituta, Daka (Naomi Watts). Un buen día se muda a la casa de al lado una mujer recién divorciada, Maggie (Melissa McCarthy) y su hijo de unos 10 años, Oliver (Jaeden Lieberher). En el primer día de escuela, a Oliver le quitan sus cosas, entre ellas, el celular y la llave. En la calle, llama la atención de Vincent, “Señor, señor”, le dice. Y Vincent, de espaldas a Oliver,  lleva sus ojos al cielo y pronuncia: “Llévame, Señor, no juegues conmigo”. Y uno se ríe, y también se emociona, y no porque Bill sea Bill, sino porque este hombre aunque odie a los niños, será solidario con éste que lo necesita. Solidario, no simpático, tampoco la pavada. Claro, después, mientras progresa la relación con Oliver, sabremos por qué Vincent es así. Y mucho antes de que Oliver y la película lo canonicen, nosotros ya querremos a Vincent y seríamos capaces de trompear a cualquiera que dijera de él algo ruin.


Como en toda película de relaciones y sentimientos, se necesita un reparto que despierte inmediata identificación o simpatía. Algo que, Bill al margen, Melissa McCarthy y Naomi Watts proveen con creces. McCarthy, en su primer  personaje no explosivo, logra atenuar su histrionismo y conmover. Naomi, nominada para varios premios por lo que aquí hace, ya se sabe, es versatilidad todo terreno. Chris O’Dowd entrega uno de los curas más ecuménicamente simpáticos que se hayan visto. Y el pibe Jaeden Lieberher es, según el viejo dicho de las señoras mayores, un sol. Escribió y dirigió, sin muchos pecados, Theodore Melfi.


Ver a Bill Murray es siempre la felicidad, y verlo en un buen personaje y en una buena película duplica la felicidad. ¿Y quién no quiere ser dos veces feliz en una hora y media, primero,  y después para siempre? Perdón, en una oración anterior puse en duda la existencia de Dios. Un desatino. Bill Murray es la prueba irrefutable de su existencia. 

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