jueves, 29 de octubre de 2015

Puente de espías



En tiempos de cine tan pobre, no hay mejor noticia que el estreno de una película de Steven Spielberg. Indiscutido (por lo indiscutible) narrador magistral. Su cine que no reniega de ningún avance técnico se inscribe en un clasicismo del mejor cuño. El orientador título nos da la pista de que puede tratarse de la guerra fría. Efectivamente, estamos en 1957 y en Brooklyn prenden a un espía soviético, Rudolf Abel (Mark Rylance), pero como nos hallamos en un Spielberg típico, estamos más cerca del optimismo del universo cinematográfico de Frank Capra que del desencanto del planeta novelístico de John Le Carré. Por lo tanto el gobierno se preocupa de que cuente con la mejor representación legal posible, de allí que busquen en un prestigioso bufete y que el elegido sea uno de sus mejores abogados, James B. Donovan (Tom Hanks). De él se espera que cumpla con su papel burocráticamente, ya que aquello de “la mejor representación legal posible” es solo una puesta en escena, pero, claro, Donovan/Hanks se tomará el trabajo tan en serio, que terminará por respetar a su defendido, sin importar que sea un auténtico espía. Humanista hasta los tuétanos, en el fondo cree que la guerra fría es un juego de poder y que la amenaza nuclear nunca se concretará.


Al igual que el 99,99% de las películas que vendrán se basa en hechos reales, pero como Steven Spielberg es un auténtico grande no se olvida de los espectadores y hace un relato vero e ben trovato. Claro, cuenta con la inestimable colaboración del dramaturgo Matt Charman en un guión que luego fue salpimentado nada más ni nada menos que por los hermanos Coen. Los tres se permiten detalles como la línea que repite el espía cada vez que se ve en aprietos (¿Ayudaría en algo?) y que desata comicidad al trabajar por acumulación. O la relación entre abogado y espía, de respeto primero, de afecto después. O la entrañable relación del abogado con su familia, en especial la que mantiene con su esposa despierta empatía. De eso se trata el cine como arte narrativo, de ir comprometiéndonos en la historia, de que nos interesemos en los personajes, que nos importen sus desventuras, que nos veamos reflejados aunque más no sea un poquito, si no por experiencia directa, al menos por el hipotético “si a mí me pasara eso, quizá reaccionaría igual”. Y para eso, pocos como el maestro Steven.


Eso sí, confieso que le encuentro dos grandes “peros” al film. Uno es el personaje de Tom Hanks. Es tan noble e íntegro que roza la inverosimilitud. En un personaje que casi fue interpretado por Gregory Peck allá en los lejanos años sesenta, Hanks vuelve a calzarse los zapatos de un James Stewart en una película de Frank Capra, de ahí que el crítico de The Guardian diga: “Si Jimmy Stewart nos dio Mr Smith goes to Washington, Tom Hanks nos da Mr Donovan goes to Cold War Berlin”. Habla maravillas de Tom Hanks que mientras vemos la película “compramos” cada arista de su personaje, solo en retrospectiva comprendemos que es demasiado intachable. Solo él puede lograr semejante hazaña.


El otro pero es que Spielberg no puede evitar ser un ciudadano estadounidense. El film en definitiva dice que el sistema yanqui bien puede estar podrido o ser intrínsecamente corrupto, pero que siempre habrá hombres con la grandeza, la entereza y la reserva moral suficiente para superar o sobrevolar tal podredumbre o corrupción. Mentirosa base ética que según ellos los erige automáticamente en jueces y policías del mundo. Andá, que te compren los que no te conocen.


En resumen, más allá de mis reparos ideológicos, una muy buena película y otra muy buena actuación de Hanks.
 
Gustavo Monteros

jueves, 22 de octubre de 2015

Dos días, una noche



Dos días y una noche es el tiempo que tiene Sandra (Marion Cotillard) para revertir una primera votación que le resultó adversa. Es que los compañeros de Sandra enfrentan una difícil decisión. Su jefe los ha puesto a elegir entre mantener un bono de mil euros o hacer que Sandra conserve su trabajo. La pobre estuvo de licencia por depresión, y en ese tiempo el jefe comprendió que 16 bien pueden hacer el trabajo de 17, así que con la excusa de la crisis los obliga a elegir. Sandra se lanza durante ese fin de semana a visitar a sus compañeros para conseguir los votos de apoyo que le hacen falta para no quedarse en la calle. La película trata sobre si los consigue o no.



Esta excelente película de los hermanos Jean-Pierre et Luc Dardenne (La promesa, Rosetta, El hijo, El niño, El silencio de Lorna, El chico de la bicicleta) como la estupenda La loi du marché de Stéphane Brizé que se verá en el próximo festival de Mar del Plata es astutamente insidiosa y pone el ojo en las consecuencias del capitalismo salvaje. Porque si el hilo se corta por lo más delgado, es en la vulnerabilidad de las víctimas donde se ve con mayor precisión la imperdonable abominación de la práctica infame de una teoría repugnante.



Si el mundo fuera apenas un poco más justo, el neoliberalismo obtendría el mismo rechazo que generan el nazismo, las purgas estalinistas o la peste bubónica. Todos comparten el mismo olímpico desprecio por el ser humano. El neoliberalismo deshumaniza al hombre, lo reduce a una variable, a una cifra, a la coma de un guarismo. No hay nada peor que la ciega lógica de los mercados, la flexibilidad de los negocios, la razón del capital. No se trata de refundar la era moderna, pero el hombre debe ser la medida de todas las cosas, no un dato. Parece fácil de comprender e imposible de no adherir, sin embargo cuesta luchar contra el falso orden establecido y las corporaciones mediáticas, que presentan, día tras día, analista tras analista, experto tras experto, la mierda como si fuera nutritiva u oliera a rosas.



Marion Cotillard, que ganó por este trabajo unos cuantos premios y que hasta le significó otra nominación para un Óscar, deslumbra como suele ser su costumbre. Aunque la verdad sea dicha, el naturalismo puro es el más fácil de los registros actorales y para su talento, esta labor es como un picnic de primavera. De todos modos, otra actriz quizá no hubiera despertado la inmediata y fuerte empatía que desata Cotillard.



En resumen, una historia sencilla y contundente para no olvidar que no hay que votar nunca de los jamases a quien anteponga el mercado, el capital, los negocios por sobre todo. Hay que empezar a ver más allá de las apariencias, de aprehender lo que hay detrás de las engañosas propuestas económicas. O seguirán atomizándonos, aislándonos, apartándonos de la más elemental solidaridad con las cuentas de colores. No hay copa que rebalse cuando la codicia es infinita.

Gustavo Monteros

Pacto criminal



Como el 99,99% de las películas que se estrenarán, Pacto criminal (Black mass) se basa en una historia real (los productores hollywoodenses tienen menos imaginación y creatividad que una piedra con musgo, una vez que algo hace dinero lo repiten hasta volverlo una tendencia monolítica e inamovible que solo cambian cuando los fracasos se acumulan catastróficamente; y sí, llega un momento en que el público se harta de consumir siempre lo mismo, resuelto encima de modo similar). En este caso se trata de la vida, obra y milagro de James "Whitey" Bulger, un tipo que durante unos veinte años fue el rey del hampa de la vieja Boston.



Parece que las biopics (películas biográficas) les secan el cerebro a guionistas y directores. Se les desata una especie de reverencia solemne que les impide trabajar climas, matizar personajes, sazonar conflictos o profundizar circunstancias. Como si el cartelito de “esto se basa en hechos reales” bastara para darle verosimilitud a lo que cuentan y les impidiera tomarse licencias narrativas para capturar mejor nuestro interés o responder a las reglas tradicionales de lo que se supone es una película.



Como en la insoportable Selma, aquí todo es plano, sin densidad, sin contraste, sin textura, casi sin vida. Una seguidilla de imágenes que prescinde de los que están mirándola. Más que una película semeja una fotonovela en fílmico (para los más jóvenes que no tienen idea de qué corno era una fotonovela, les cuento que era una especie de historieta que en vez de viñetas con dibujos tenía fotos con gente y lugares, una especie de facebook narrativo si se quiere).



Una pena, porque la historia tiene aristas como para varias temporadas de una serie. El tal James "Whitey" Bulger (Johnny Depp) era un maleante menor hasta que vuelve a Boston un amigo de su infancia, John Connolly (Joel Edgerton) convertido ahora en agente del FBI. Connolly le propone a Bulger delatar a la mafia italiana, cosa que hará a cambio de que Connolly haga la vista gorda a sus chanchullos. O sea la mafia italiana le cede terreno a la mafia irlandesa. Detalle curioso, no tan al margen, es que el hermano de “Whitey”, Billy Burger (Benedict Cumberbatch) llegó a ser el presidente del Senado por Massachussetts sin, en apariencia, tener nada que ver con las “actividades” de su hermano mayor.



Johnny Depp ensaya una caracterización muy forzada, tanto que nunca fluye. Depp es uno de los actores más carismáticos y talentosos del cine, sin embargo, no se ha alzado todavía con ningún Óscar. Se dice que quizá con esta actuación lo logre. Se repetiría entonces lo que pasó con Al Pacino, quien habiendo iluminado la pantalla con inolvidables destellos de puro talento, lo terminó ganando por Perfume de mujer (¿!) Cumberbatch dice sus líneas, pone cara uno y cara dos, y retira su cheque. No es su culpa, el guión no le da mucho más que hacer. Joel Edgerton ratifica su inmenso talento, lástima que la historia no profundiza sus contradicciones ni su curioso sentido de la lealtad.



El director Scott Cooper en su película anterior (La ley del más fuerte, Out of the furnace en el original, 2013) llenó de pliegues y dobleces una historia bastante sencilla, aquí que tenía más pliegues y dobleces que cortinas para película de Doris Day, las planchó dejando la tela más lisa que pantalla de proyector. Claro, aquella era una historia original, ésta en cambio se basa en “hechos reales”. Dios nos dé paciencia para en los próximos meses no morir de aburrimiento con tanto “hecho real” que se viene.

Gustavo Monteros

jueves, 15 de octubre de 2015

La cumbre escarlata



A Guillermo del Toro le gusta decir: "Es más fácil encontrar la belleza en lo bello. Pero el verdadero poder reside en buscar belleza en el horror", de ahí que no bien puede se pone a inventar criaturas fantásticas (monstruitos, bah) de retorcida hermosura. Como en Cronos (1993), Mimic (1997), El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del Fauno (2006) (en Blade II, 2002, Hellboy, 2004, Hellboy-El ejército dorado, 2008, Titanes del Pacífico, 2013, si los había, ya venían de fábrica, él a lo sumo los retocaba). Y entre los monstruitos, los fantasmas le tiran. Parece que siempre anduvo con ganas de intentar el relato gótico, con su heroína finisecular, rebelde, fuerte, que cae víctima del amor ante un hombre dual y peligroso (al que en su caso le agrega una hermana, firme y manipuladora que se las trae).



Estamos a principios del siglo XX, en una Nueva York, que es más un pueblo grande que una ciudad, hasta calles de barro tiene. Edith Cushing (Edith por Warthon, Cushing por Peter, interpretada por Mia Wasikowska) hija de un rico industrial tiene pretensiones de novelista. Eso sí, no escribe lo que se espera de una señorita de esa época, novelas de amor sino historias de fantasmas, en realidad como ella misma dice, historias con fantasmas, algo que abarca a la mismísima película. En su círculo de privilegio y riqueza anda dando vueltas un baronet inglés, Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) que busca financiación para una construir una máquina extractora de arcilla roja del suelo donde está asentado su palacio natal, que literalmente se hunde en dicha arcilla. Lo acompaña su hermana, Lucille (Jessica Chastain) una bella y fría mujer que toca el piano como la Argerich pero con cara de póker. Al padre de Edith, el self-made-man Carter Cushing (Jim Beaver) el baronet y la hermanita le caen como patada en las canillas, y decide con la ayuda de un detective (el ubicuo Burn Gorman) desenterrar el pasado escabroso que supone tiene el baronet y la hermanita. Algo surge, Carter lo utiliza y se saca a los hermanitos temporariamente de encima. Pero sufre un “accidente” y Edith se casa con el baronet, para desazón de Alan (Charlie Hunnam) el doctorcito que le arrastraba el ala a Edith.



Esta parte (de la que solo conté la cáscara sin ningún spoiler) es la más interesante de la película. Está llena de detalles reveladores, diálogos jugosos y caracterizaciones certeras.  La segunda que transcurre en Cumberland, Inglaterra, en el mentado palacio de la arcilla, salvo por la música y los “primores” de la ambientación es menos atractiva, más apegada a los lugares comunes del género: el viejo y peludo thriller gótico. Eventualmente los secretos saldrán a la luz, las verdades serán reveladas, y se llegará a un final, sino “sanador” al menos lógico.



El relato tiene una impronta freudiana, hace pie en Jane Eyre de Charlotte Brönte, Cumbres borrascosas, de su hermana Emily, La caída de la casa Usher de Poe, y en el cuento El amigo de mi amigo de Henry James; se recuesta la casa que “respira” de la novela de Shirley Jackson, The haunting of Hill House, que ya fue llevada al cine dos veces, la primera por Robert Wise, La casa embrujada, en 1963 y la segunda por Jan de Bont, La maldición, en 1999, con dirección de arte del argentino ganador del Óscar, Eugenio Zanetti. Cinematográficamente abreva, of course, por esto de gente que no te da precisamente la bienvenida a tu nueva casa, en la vieja y querida Rebecca de Hitchcock, y en el giallo italiano, en especial el de Darío Argento y Lucio Fulci, más en el terror de la productora inglesa Hammer, en especial el de Terence Fisher, abraza también la casa de Dragonwick de Joseph L Mankiewicz, los palacetes de Roger Corman para sus adaptaciones de los cuentos de Poe, y ya que estamos, la arcilla roja remite a la tierra misionera de los cuentos de Horacio Quiroga. Nada de lo que acabo de consignar es pretensión de erudición, Guillermo del Toro usa las redes sociales para denunciar sus influencias y recomendar sus lecturas favoritas (no es mala alternativa a las frases de almanaque y las chicanas políticas de cuarta con que llenamos las nuestras).



Todo muy bonito, pero esta vez, la ambientación le ganó a la historia, porque prima más que nuestro interés por los destinos de los protagonistas, tanto es así, que cuando el amor finalmente se desnuda, es más un dato que una conmoción. De todas maneras, un film muy atendible porque del Toro es un narrador de primera. Y uno de los pocos que todavía hace películas y no pastiches audiovisuales que se dicen filmes porque se estrenan en los comedores de pochoclo que antes se llamaban cines.


Gustavo Monteros

Operación Ultra



Si el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, nuestro camino al infierno de las frustraciones cinematográficas está cimentado por propuestas que lucían bien en los papeles y que por motivos diversos se quedaron en promesas.


De entrada, la re-unión de Kristen Stewart y Jesse Eisenberg (ya estuvieron juntos en la más que recomendable Adventureland-Un verano memorable, 2009) es para tirar cohetes. Son dos de los actores jóvenes más personales y talentosos surgidos de una industria que tiende a la monotonía hasta en las caras.


Eisenberg con su figura desmañada y su peculiar modo de hablar, que puede alcanzar altas velocidades, y que cuenta con curiosas inflexiones, es como un prodigio de personalización; un equivalente, en singularidad, al viejo fenómeno de feria. Sí, claro, puede que su perfil histriónico se anteponga a los personajes que debe encarar, pero también garantiza, si nos cae bien, el disfrute imperecedero de su compañía. En esto de la peculiaridad recuerda al primer Elliott Gould o a nuestro fabuloso Damián Dreizik.


Stewart es sensible, bella, misteriosa. Y el misterio es el secreto de su poderoso encanto. Vemos mutar su rostro por un cúmulo de emociones y nunca estamos del todo seguros si a continuación abrazará o sacará un arma y pegará un par de tiros. La sensibilidad y el misterio es una combinación demoledora. Su sensibilidad nos ablanda e impide que anticipemos qué hará a continuación. Y siempre nos pilla desprevenidos, porque aunque sepamos el truco, la próxima vez, su sensibilidad volverá a seducirnos, que uno no es un psicópata, qué joder.


En principio, la historia también parecía estar a la altura de la pareja protagónica. A él le tocaba encarnar a una especie de Jason Bourne, un don nadie, medio fumón, que atiende un supermercadito y que tras la aparición de una rubia que le dice unas frases incomprensibles, al ser atacado más tarde descubre que es un matón letal, lleno de recursos para devolver los golpes, porque hasta puede dañar con una inocente cucharita. Como el viejo y querido Jason Bourne no recuerda de dónde le viene la mortal sabiduría. Cuando se sepa, no tendrá la gravedad geopolítica del mundo de Bourne, sino el gozoso código cerrado de la historieta, el artificio de la aventura y la violencia por la aventura y la violencia en sí. Ella, claro, es su novia, con más de un secreto, por supuesto.


El problema reside en que el desarrollo de esta buena idea no está a altura del “chiste” inicial. De tanto en tanto, habrá logros, como el gag de la sartén o la pelea final en el supermercado, sin embargo en el mientras tanto, pondremos de nuestra parte más interés del que nos corresponde para no aburrirnos. Y si bien el rol del espectador no es el de una pasividad absoluta, tampoco es cuestión de hacer todo el trabajo.


Deambulan también muy desaprovechados Connie Britton, John Leguizamo, Tony Hale y Walter Goggins, gente de probado e incuestionable talento. Al veterano Bill Pullman le va un poco mejor, aparece sobre el final y es un deus ex machina deliciosamente andropáusico.


Dirigió Nima Nourizadeth (Proyecto X) y escribió Max Landis (Poder sin límites).


En resumen, no es mala, es tan solo un poco pobretona.


En este mismo instante, Kristen Stewart y Jesse Eisenberg trabajan juntos otra vez. Ahora según guión y dirección de Woody Allen. Para su gloria y nuestro beneplácito, confiemos en que tengan mejor lucimiento que en esta película.

Gustavo Monteros