viernes, 9 de diciembre de 2016

jueves, 1 de diciembre de 2016

Sully - Hazaña en el Hudson

Clint Eastwood abandona el insoportable patrioterismo de su película anterior (Francotirador, 2014) y se concentra en otra indagación del heroísmo, más accidental que nunca, porque es tanto azaroso como casual o contingente. Bueno, si somos rigurosos el patrioterismo sigue presente, aunque esta vez no justifica asesinatos sino que se felicita por la eficiencia estadounidense, pero no nos adelantemos ya llegaremos a eso.


Eastwood no la tiene tan fácil esta vez, parte de un hecho conocido, el jueves 15 de enero de 2009, el capitán Chesley Sullenberger, Sully para los íntimos y los no tan íntimos, logró con singular éxito y sin víctimas fatales un aterrizaje de emergencia en el río Hudson, en plena Nueva York. Su público primero, los estadounidenses tienen muy presente la hazaña, la vieron y revieron por televisión, la leyeron en los diarios y vieron hasta el hartazgo las fotografías.  Pero Eastwood, como el excelente narrador que es, no se ocupa tanto de recrearlo como de deconstruirlo. Pone a Sully (Tom Hanks) y a su primer oficial, Jeff Skiles (Aaron Eckhart) frente a una junta presidida por Jamey Sheridan, Mike O’ Malley y ¡Anna Gunn! que investiga si pudo hacerse otra cosa (se menciona por ahí la preocupación de las compañías de seguro y de la empresa). De modo que nuestra inmediata simpatía por Sully y Skiles es puesta a prueba y no nos queda más que indignarnos ante la sugerencia de un heroísmo inútil o fallido. Para agravar más las cosas, Lorraine (Laura Linney) la esposa de Sully nos dice que tienen problemas bancarios y que a la larga quizá pierdan hasta la casa. Sully es también un consultor de seguridad aeronáutica, con una pequeña empresa a cargo que no termina de despegar (ya que estamos entre aviones, usemos terminología afín). Si lo despiden, adiós consultoría, el desprestigio le haría perder autoridad y credibilidad.


Estas situaciones y circunstancias hacen que nos involucremos con los personajes principales, pero de no haber sido tan astutos, director y guionista, todavía contaban con un as bajo la manga, o más bien a la vista de todos, el poder estelar del carismático elenco. Comenzando por el inmenso Tom Hanks que corporiza como nadie la pulsante humanidad de los personajes que le tocan en suerte.


Todo terminará satisfactoriamente, aclaradas las dudas, Sully en un ataque de modestia, dirá que el mérito no es solo suyo sino también de todos los policías, bomberos, enfermeros que participaron del rescate. La autocongratulación está justificada, el paranoico entrenamiento para emergencias que ejercitan con asiduidad esta vez fue ejercido con aceitada perfección.


En resumen, Eastwood reverdece sus laureles de gran narrador con una historia que podemos compartir sin que se nos desaten todas las alarmas antiimperialistas. Cine puro, protagonizado por el hipnótico heredero directo de James Stewart o de Henry Fonda.

Gustavo Monteros

Capitán Fantástico

Ben (Viggo Mortensen) ha cumplido el sueño de muchos adolescentes: vivir con su familia apartado de la civilización y según sus propias reglas. Entrena físicamente a sus hijos con rigores de marine, saben cazar, escalar y robar, tienen acceso libre a una biblioteca con libros de todo calibre y así pueden debatir y analizar literatura, política, ciencia o filosofía. Su peculiar pedagogía da resultados sorprendentes, las principales universidades de Estados Unidos mueren por tener entre sus alumnos al hijo mayor, Bodevan (George MacKay). Que su nombre sea tan raro no debe llamarnos la atención, todos sus hijos tienen nombres inventados que celebran el ser único e irrepetible. Como se observa ideas inspiradas conviven con tonterías medio hipponas o de la peor autoayuda. Claro, por el aislamiento, los seis hijos carecen de los más elementales protocolos sociales que tenemos todos los que vivimos en un ambiente más “integrado”. Este mundo personalísimo está por entrar en eclosión con la realidad tal como la conocemos. Se verán obligados a abandonar su hábitat y confrontar con la civilización.


El viaje de este Capitán Fantástico abarca mucho terreno. Es tanto la épica de un individualista y los límites que encuentra para llevarla a cabo, un ensayo de educación alternativa con sus logros y fallas, la aceptación de fracasos luminosos y la asunción de ausencias dolorosas.


Ben es un personaje apasionante, porque es falible y se lo ve en más de un dilema. Podría dar más detalles de su personalidad o de las peripecias que atraviesa, pero eso aniquilaría algunas sorpresas y los predispondría según tal o cuál visión y arruinaría el placer de descubrir las aristas de un personaje y de una película que (para usar una palabra de moda) nos interpela.


El también actor Matt Ross entrega una película, en más de un sentido, única. Viggo Montersen ratifica ser un animal cinematográfico, la cámara lo ama y se ocupa de amplificar sus sabidurías actorales que se acrecientan con cada trabajo, y para felicidad del personaje de Roger Bart en Las mujeres perfectas (Frank Oz, 2004) se lo ve con toda su masculinidad al aire.


Y aunque Ben me vetaría el uso de una palabra tan anodina, lo desobedeceré y diré que es una de los filmes más “interesantes” del año.

Gustavo Monteros

jueves, 24 de noviembre de 2016

Atentado en París

Tres requisitos son indispensables para disfrutar de Atentado en París (Bastille Day, 2016) en plenitud. 


Primero: ser simpatizante de Idris Elba o Richard Madden. El escocés Madden es una figura en ascenso, fue el Príncipe de la Cenicienta en el que la madrasta era Su Majestad, Kate Blanchett, fue Romeo en una reciente puesta teatral del drama de Shakespeare dirigido por Kenneth Branagh, coprotagoniza con Dustin Hoffman la serie Los Medici, pero fue Game of Thrones la que lo puso en el mapa. Allí fue Robb Stark y en el episodio 9 de la tercera temporada, junto a su madre Catelyn Stark, pasaron a mejor vida tras un sangriento y sorpresivo enfrentamiento con enemigos traicioneros ¡durante una boda!, todo un climax, no tan devastador como el falso destino final de Jon Snow, pero, bueno, por entonces todavía quedaba mucha gente por despanzurrar. Como sea, el muchacho no actúa mal, es de buen ver y se perfila de galán. Para los amantes del policial, en su variante negra-negrísima, entre los que me cuento, el grandote de voz cavernosa de Idris Elba es una referencia insoslayable: el hombre no es nada más ni nada menos que Luther, policía de tan poca suerte que todo el que se involucra con él, en amistad o en amor, termina contando el cuento desde el otro mundo. Peripecia que lejos de apagar nuestra simpatía, la acrecienta. Este londinense tiene una presencia hipnótica y parece un favorito de San Cayetano, tiene incluso más trabajo que Darín.


Segundo: no ser muy quisquilloso con los vericuetos de la trama. No es que haya que dejar el cerebro a la entrada, pero tampoco darle mucho uso durante el despliegue de una trama que no es novedosa ni original, aunque ostenta brío y despierta interés casi constante. Un carterista, Madden, se ve envuelto en un atentado al robarle un paquete con una bomba a una crédula aspirante a desestabilizada social (la también ascendente Charlotte Le Bon, vista recientemente en Operación Anthropoid y en 2014 junto a Helen Mirren en Un viaje de diez metros), lo que atraerá la atención y posterior participación en los hechos de un agente norteamericano, Idris Elba, que como buen yanqui, es policía del mundo. Por suerte, a pesar del título rebautizado para estos pagos y la bomba, no abusa del triste tema de los terrorismos y sus funestos fundamentalismos, no, se inclina para el lado de policías y ladrones y esas cosas.


Tercero y no por eso furgón de cola: amar París. No tengo el gusto de conocer la Ciudad Luz personalmente, pero tengo tanto cine encima como para poder enorgullecerme de conocerla mucho… vicariamente. Es tan hermosa que hasta sus techos lo son, razón por la cual hay una persecución por dichas alturas (aquí puede verse que se inscribe en una tradición por la que ya han andado Jean-Paul Belmondo y Harrison Ford. Ver link al final de esta crónica.


En resumen, no es una joya del cine, pero cumple con lo que promete: entretener. En tiempos de un presidente chanta que pisoteó todas y cada una de las promesas electorales que le hicieron ganar el puesto, esta peliculita, al no defraudar expectativas, se erige como un bastión de ética.


Dirigió James Watkins (Eden Lake, 2008, La dama de negro, 2012).

Gustavo Monteros

http://enunbelmondo.blogspot.com.ar/2016/11/por-los-techos-de-paris.html


Crímenes y virtudes

Adhiero en Facebook a una página de cinéfilos empedernidos que un buen día suben una foto de Ingmar Bergman en plena faena de dirección a Ingrid Bergman y Liv Ullman en Sonata otoñal. La  replico y por hacerme el gracioso pongo: Te extraño, Ingmar, la angustia existencial no es la misma sin vos. Y como si mi tonta formulación hubiera sido una plegaria, casi desde la nada, se estrena una película que la responde. Y con creces.


Crímenes y virtudes (Anesthesia, 2015) de Tim Blake Nelson es muchas cosas, pero por sobre todo, un estudio de la angustia que provoca la existencia. Comienza con un hecho de sangre, después vamos hacia atrás y comprobaremos cómo se entrelazan las vidas de muchos y variados personajes.


Tenemos a Walter Zarrow (Sam Waterson) un importante profesor de filosofía de la Universidad de Columbia a punto de jubilarse, casado con Marcia (la siempre luminosa Glen Close). Son los padres de Adam (Tim Blake Nelson) cuya esposa Jill (Jessica Hecht) quizá tenga cáncer, los hijos de ambos también tienen lo suyo, Ella (Hannah Marks) anda por esa etapa de la adolescencia en que se cuestiona a la madre, y a la suya no va que le pasa esto de la enfermedad, y Hal (Ben Konigsberg) de aguda inteligencia, y a punto de desentrañar los misterios del sexo. Por otro lado tenemos a Joe (K Todd Freeman) un adicto a la heroína, arrastrado a la rehabilitación por Jeffrey (Michael Kenneth Williams) un entrañable amigo de la infancia. Mientras que una hermosa mujer, Sarah (Gretchen Mol) ahoga en vino, para preocupación de sus hijas pequeñas, la casi certeza de que le meten los cuernos. Y en otra parte de la ciudad, Sam (Corey Stoll) procura disfrutar sin culpa unos días de profuso sexo con una longilínea inglesa, Nicole (Mickey Summer). And last, pero todo menos least, una estudiante aventajada del profesor Zarrow, Sophie (la siempre excelente Kristen Stewart) descubre que nunca su yo es más yo que cuando se autoflagela con un alisador de cabellos.


De cómo todas estas historias confluyen directa o indirectamente en el hecho de sangre es el eje de la película, y es esta su única debilidad: cuando el rompecabezas se arma, se nota que algunas piezas fueron violentadas para que calcen bien, es decir, el armado luce demasiado rígido, mecánico incluso. A la larga importa poco o nada, dado que cada escena está estructurada con talento y dialogada y actuada como los dioses. Este largometraje es como un collar de impecables cortometrajes, el collar puede tener engarces defectuosos, pero cada perla es bella y genuina.
La escribió y dirigió el actor Tim Blake Nelson, recordado por ser el tercer protagonista de ¿Dónde estás, hermano?, 2000, de los hermanos Coen, junto a George Clooney y John Turturro.


Sigo extrañando a Bergman, un irreemplazable si los hay, pero que sus temas vuelvan en excelente forma siempre es bienvenido. No es que la angustia existencial se haya perdido en la superficialidad de estos tiempos, es solo que ya no urge contarla como antes, las libertades sexuales y sociales adquiridas han hecho más romo su filo.

Gustavo Monteros

jueves, 17 de noviembre de 2016

Corazón silencioso

El danés Bille August ingresó al cine internacional con fulgores de nuevo maestro. Su Pelle, el conquistador (1987) conquistó en el mismo año la Palma de Oro de Cannes y el Óscar de la Academia. Unos años más tarde, en 1991 para ser precisos, Ingmar Bergman lo premió permitiéndole llevar a la televisión, primero como miniserie y condensado después al cine, uno de sus guiones más personales, nada más ni nada menos que la historia de amor de sus padres: Las mejores intenciones. Y allí se apagaron sus fulgores. Todos sus proyectos posteriores oscilaron entre la decepción y la corrección: La casa de los espíritus, 1993, Smila, misterio en la nieve, 1997, Los miserables, 1998, Adiós Bafana, 2007, Tren nocturno a Lisboa, 2013. El nuevo maestro no lo era tal, apenas un aprendiz aventajado.


Con este Corazón silencioso de 2014 prueba suerte con el melodrama de despedida final y eutanasia. Subgénero que amenaza con convertirse en género epidémico: The weather man/El sol de cada mañana, 2005, Antes de partir, 2007, Algunas horas de primavera, 2012, Amour, 2012, entre las que recuerdo en este momento… hay más… muchas más.


Esther (Ghita Norby) una señora de unos setenta largos sufre de esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad degenerativa que la inmovilizará primero para después irle quitando todas las funciones vitales. Como la sentencia es inapelable, con la ayuda de su esposo, Poul (Morten Grunwald) un médico clínico, ha decidido tomar una dosis letal de pastillas. Pero antes quiere pasar un último fin de semana con su familia, la hija mayor, Heidi (Paprika Steen), el esposo de esta, Michael (Jens Albinus), el hijo adolescente de ambos, Jonathan (Oskar Saelan Halskov), la hija menor, Sanne (Danica Curcic), la pareja de la misma, Dennis (Pilou Asbaek) y la amiga de toda la vida de Esther, Lisbeth (Vigga Bro).


Como es previsible durante este fin de semana se expondrán las personalidades de los involucrados en este final, se sacarán trapos al sol y se develarán unas cuantas verdades ocultas.


Bille August, en líneas generales, no es muy avispado y depende mucho de un buen guión para concretar una buena película. El de esta película que firma Christian Torpe no le hace honor al apellido, pero tampoco es muy virtuoso. Digamos que es más bien prolijo, convencional y leve, a pesar de la gravedad del tema.


Si algo no se le discutirá jamás a Bille August es su capacidad para manejar actores y estos, además son muy, muy buenos. Entonces los actores más el estilo clásico elegido por August son los que salvan la velada del tedio y del olvido.


En resumen, más que iluminar con un gran reflector la última peripecia humana, le arrima una linterna, pero a quienes gusten de las elegías quizá les alcance.


Gustavo Monteros

jueves, 3 de noviembre de 2016

El bebé de Bridget Jones

Los críticos anglosajones hacen uso y abuso de una expresión que parece divertirles mucho. Cuando una película les gusta mucho, le adhieren con rapidez el mote de “instant classic”, clásico instantáneo o clásico desde el primer momento. Más una exageración de entusiasmo de la cultura pop que otra cosa. Los que tuvimos la suerte de ver en estreno los que son hoy verdaderos clásicos, a saber, Taxi-driver, Cabaret, Barrio Chino, Tiburón, Luna de papel y esas cosas, ni se nos hubiera ocurrido ponerles instant classic, por no faltarles el respeto a los que eran un poco mayores que nosotros y que habían visto en estreno las obras maestras de Visconti, Bergman, Fellini, Kurosawa y demás gentuza. En aquellos tiempos más moderados y quizá más serios suponíamos que el paso del tiempo era imprescindible para depurar si tal o cual cosa acabaría por convertirse en un clásico. Consideraciones al margen, está más allá de toda duda que El diario de Bridget Jones, dirigido por Sharon Maguire, fue un perfecto ejemplo de eso del instant classic.


Se estrenó por estos pagos el 13 de septiembre de 2001, y fue un bálsamo para la recesión, la inflación, el corralito y demás delicias que nos propinaba, casualmente, la misma dirigencia económica que ahora nos endeuda, despide, emite a lo pavote y nos sube astronómicamente las tarifas. Pero volvamos a Bridget. Se basaba en un libro de Helen Fielding que había vendido casi tanto como los de Harry Potter, y a pesar de ser una comedia romántica dirigida con prioridad a las mujeres fue amada por hombres y mujeres por igual. El hombre heterosexual quizá se vio parcialmente reflejado en esta gordita que se entregaba a los abusos de alcohol, comida, pereza y falta de pulcritud, virtudes generalmente asociadas al varón de la especie. Bridget era también una torpe social, un poco frívola y muy tarambana. Y aunque pretendiera ocultarlo, una romántica incurable, no en vano se castigaba con All by myself, tema que derrocha romanticismo… mucho romanticismo. Y como suele sucederle a tanta desahuciada en la vida y en el cine, después de tanto esperar o probar el príncipe azul o la media naranja, la oportunidad le llegaba por partida doble.


De un lado, Mark Darcy (Colin Firth), un Dirk Bogarde cosecha años cincuenta, elegante, correcto, circunspecto, algo frío y con un sentido del humor en el quinto subsuelo de tan soterrado. Del otro, Daniel Cleaver (Hugh Grant) un Laurence Harvey, cosecha años sesenta, un seductor inveterado, simpático, desenvuelto, irresponsable, superficial, híper-cool y con un sentido del humor tan salvaje como incorrecto.


El cast era soñado, perfecto. Renée Zellweger se animaba a engordar, a aparecer desgreñada, sucia. Su torpeza era muy natural y sincera, con un timing irreprochable que desataba carcajadas. Aunque ya era una figura instalada, este trabajo la catapultó a la categoría de súper-estrella.


En 2004, volvieron con Bridget Jones: Al borde de la razón, otra vez sobre libro de Helen Fielding, esta vez con dirección de Beeban Kidron, y quedaron al borde del aburrimiento y del olvido. Los protagonistas conservaban la magia, al igual que los secundarios, pero el todo no terminaba de ensamblarse. En sus mejores momentos era más de lo mismo, de lo que ya habíamos visto en El diario, en sus peores momentos daba gana de que no la hubieran hecho, de que no la hubieran convertido en una franquicia. Como sea, la simpatía imbatible de Renée Zellweger la salvaba de naufragar, de desbarrancar, de estrellarse.


De dos cosas somos dueños absolutos y sobre las que tenemos absoluta libertad: nuestro cuerpo y nuestro tiempo. Renée Zellweger era, bah, es hermosa, pero su encanto radicaba en que era diferente a todas, en que sus rasgos de tan personales eran únicos. A pesar de su juventud tenía una carita que en la Catamarca de mi infancia llamábamos de “viejita pasa de uva”, o sea surcada de arruguitas por tanto reírse o enfocar los ojos, porque siempre andaba como enfocándolos, como si no viera bien, todo muy sexy, en definitiva una mezcla rara de Marilyn Monroe con Mister Magoo. Una combinación irresistible, que las Sandra Bullock, las Catherine Zeta-Jones, las Meg Ryan se quedaran con sus caras perfectas de muñeca. Renée era otra cosa. Era. Lo que nos encantaba, parecía que a ella no. Un buen día entró a un quirófano y se alisó las arruguitas y se enderezó los ojos. Tenía y tiene toda la libertad del mundo de hacer con su cara, con su cuerpo, lo que quiera, pero en las fotos posteriores a la operación cuesta encontrar, recuperar a la que uno quiso. Ella insistía que eran las fotos, el nuevo maquillaje, el peinado, que era la misma, que no había cambiado. Bueno, decía uno, ella sabrá, ella se ve en el espejo todos los días.


Cuando se anunció que regresaba al papel que la hizo una marca registrada en el mundo, nos preguntábamos si en verdad ella tenía razón, que seguía siendo la misma. De modo que al suspenso de descubrir si la nueva película era buena o no, se sumaba la angustia de corroborar si seguía teniendo el mismo rostro de antes, el que habíamos aprendido a amar, a apreciar.


No diré si sigue siendo la misma, eso se los dejo a ustedes para cuando la vean. En cuanto al resto, la producción procuró reforzar la franquicia para que se pareciera más a la primera que a la segunda. Para ello convocaron a la autora de los personajes, Helen Fielding, más Dan Mazer, guionista de Ali G, Borat y Brüno junto a Sacha Baron Cohen, o sea un experto en la más acabada incorrección política y la guionista ganadora del Óscar por el guión de Sensatez y sentimientos, Emma Thompson (como Emma también actúa, es la obstetra que atiende a Bridget, uno se pregunta ¿habrá armado solo su personaje, escribiendo sus líneas, delineando las situaciones en las que participa o habrá metido mano en el resto de la película?, ¡qué misterio!). El resultado es sólido… por momentos, en otros es solo eficiente… profesionalmente, es decir con más maña que arte, con más oficio que inspiración. Eso sí, está más cerca de la uno, aunque ni ahí llega a ser un instant classic, que de la dos.


Como siempre, Bridget debe estar tironeada entre dos hombres, sabrá Dios por qué sale Hugh Grant, y entra Jack o sea Patrick Dempsey, como un creador de una página de internet de encuentros muy exitosa, tanto que lo ha hecho rico, es también muy inteligente y atractivo, claro. El hombre tiene una fotogenia a prueba de lentes, parece que no hay ángulo que no lo favorezca, encima ahora supera el karma de los galanes de rasgos muy parejos, con mucho ying y poco yang, unas sentadoras y nuevas arrugas dan vuelta la ecuación y ahora hay más yang que ying. En mi modesta opinión está a la altura del personaje de Hugh Grant, al que sin embargo se extraña, porque no se es Hugh Grant por nada. Sigue en carrera Colin Firth con su elegancia y química intacta con su co-protagonista.


El tironeo ahora se centra sobre quién es el padre del bebé en camino, ya que tuvo relaciones con ambos con pocos días de diferencia. Y me callo, porque hasta aquí solo digo lo que se sabe por el afiche.


Bridget no es una chica moderna ni revolucionaria como las que en el film luchan por sus derechos, que de algún modo fueron incluidas para que no dejar obsoleto el mundo de Bridget. Su intención siempre fue casarse, tener hijos, formar una familia. ¿Lo logrará? ¿Habrá una Bridget 4? ¿Una quinta? ¿Una sexta? ¿Será la nueva Guerra de las galaxias? Con productores cada vez menos imaginativos, seguro que sí, hasta la biznieta de Bridget no paramos.

Gustavo Monteros


Anthropoid

Cuando éramos jóvenes y más influenciables, allá por el año 1976, año nefasto para la historia argentina si los hay o los hubo, a decir verdad, en economía tan nefasto como el que estamos viviendo, vimos una película de guerra, dirigida por el veterano y siempre eficiente Lewis Gilbert, encabezada por Timothy Bottoms, Martin Shaw, Anthony Andrews y Joss Ackland, entre otros, que nos causó mucha impresión y que después perdimos, porque no fue repetida en los años venideros, más que nada, creo, porque su protagonista, o sea Timothy Bottoms, no llegó a tener la carrera fulgurante para la que parecía destinado, por razones que me exceden comenzó a perderse en los repartos. El film trataba del atentado contra Reinhard Heydrich, uno de los máximos jerarcas nazis, en 1941 en Praga, perpetrado por la resistencia checa, ayudada por las fuerzas inglesas, y ordenado por el gobierno checo en su exilio londinense. Seguía una estructura clásica, nos contaba cómo se originó, como se planeó, como  se ejecutó y cuáles fueron sus consecuencias. Por esas casualidades de YouTube, volví a verlo el año pasado, de modo que tengo fresca la anécdota y sus pormenores. Ah, se llamaba Operation Daybreak (1975) rebautizada como Siete hombres al amanecer.


Es difícil seguir con renovado interés algo que se conoce y se recuerda, sin embargo el director inglés, Sean Ellis logra desde el primer momento atraparnos y mantenernos interesados hasta el fin. Esta vez la historia prescinde de los orígenes de dicha operación, llamada ahora Anthropoid. Arranca con sus dos protagonistas, Jan Kubis (Jamie Dornan) y Josef Gabcik (Cillian Murphy) cayendo en paracaídas en las afueras de Praga. Cómo consiguen refugio, ayuda y colaboración para llevar a cabo el plan ocupará el metraje. Dos mujeres serán centrales en la historia, Marie Kovárniková (la ascendente Charlotte Le Bon, vista en Un viaje de diez metros, Lasse Hallström, 2014, En la cuerda floja/The walk, Robert Zemeckis, 2015) y Lenka Fafková (Anna Geislerova, magnífica actriz checa vista en la igualmente magnífica Fair Play, 2014 de Andrea Sedlácková).


El director Sean Ellis, también guionista, productor y director de fotografía, hace un trabajo excelente. Sabe que Dios está en los detalles y maneja los mismos para involucrarnos con pasión en lo que se narra. Está construyendo una carrera de lo más atendible, suma otro logro después de las más que interesantes, Cashback , 2006 y Metro Manila, 2013.


Protagoniza Jamie Dornan, de insistente presencia en Netflix en estos días, está en el estreno de la segunda temporada de la impactante The fall, donde comparte cartel con la sensual y talentosa Gillian Anderson, y también en Jadotville o Siege at Jadotville de Richie Smyth, sobre la resistencia de una tropa irlandesa ante mercenarios belgas y franceses en el Congo a principio de los sesenta (no la vi todavía, pero me la recomiendan con entusiasmo). El hombre tiene rasgos casi cincelados y parece haber nacido para estar ante una cámara. Hasta ahora parece más eficiente que inspirado, pero hay que darle tiempo. Y coprotagoniza Cillian Murphy, que como todo hombre de rasgos muy regulares, casi femeninos, el tiempo le sienta muy bien y lo vuelve incluso más expresivo de lo demostrado hasta la fecha, que no es poco, para alguien que estuvo a las órdenes de Christopher Nolan en sus Batman donde era Jonathan Crane, de Neil Jordan en Desayuno en Plutón, 2006, de Danny Boyle en 28 días después, 2002 y Sunshine, 2007, de John Maybury en The edge of love/En el límite del amor, 2008 y de Ken Loach para su obra maestra El viento que acaricia el prado/The wind that shakes the barley, 2006.


Por esas curiosidades de la producción cinematográfica, de razones caprichosas e ininteligibles, el año que viene llegará una nueva versión de la misma historia HHhH se llamará, la dirigirá Cédric Jimenez, con Jack Reynor como Jozef Gabnik y Jack O’Connell como Jan Kubis, más Rosamund Pike, Mia Wasikowska, Jason Clarke en otros papeles. Sabrá Dios si llega a ser tan lograda como esta. Disfrutémosla, entonces. Ampliamente recomendada.


Gustavo Monteros

jueves, 27 de octubre de 2016

El hombre perfecto

No hay que robar zapatos / sin saber correr primero, decía la canción de Carlos del Peral y Jorge Schussheim que cantaba Nacha Guevara en los tiempos del Instituto Di Tella. Parafraseándola podría decirse: No hay que robar manuscritos / sin saber escribir otra novela. O sin saber lidiar con los chantajes y revelaciones que trae publicar con nombre propio una novela escrita por otro.


En Un homme idéal (2015) de Yann Gozlan, Mathieu Vasseur (Pierre Niney) es un joven novelista sin suerte, su esforzado trabajo ha sido rechazado por una respetable editorial. Se gana la vida como peón de una empresa de mudanzas. Un día la empresa recibe el encargo de desarmar una casa en la que un viejo inquilino ha muerto. Salvo algunos muebles, deben tirar todo lo que encuentren, ropa, papeles, enseres, etc. Entre los papeles, Mathieu encuentra un diario de las luchas de Argelia, que bien puede leerse como una novela. Copia este manuscrito y lo envía con su nombre a otra editorial, distinta de la que lo rechazó, para probar suerte. Sorpresa, hay verdadero interés de que firme con ellos un contrato. No se necesita ser muy perspicaz para suponer que será saludado como un grande de las letras francesas.


Esto del robo de manuscrito corre el peligro de convertirse sino en un género al menos en tendencia. En el 2012, los directores Brian Klugman y Lee Sternthal en The words (apodada por estas tierras Palabras robadas) contaron cómo un autor bloqueado, el bueno de Bradley Cooper, hallaba por casualidad un manuscrito perdido con una historia de amor en tiempos de la segunda guerra y decidía publicarlo con su nombre. En algún momento se le presentaba el verdadero autor, el legendario Jeremy Irons, y la cosa se ponía espesa.


Y si en Palabras robadas todo derivaba para el lado de la parábola del autoconocimiento, la retribución, la expiación o la capacidad de vivir en la mentira (Jeremy le decía  a Bradley la frase matadora de que “todos tomamos decisiones, lo difícil es vivir con ellas”, por ejemplo), en El hombre perfecto la historia se inclina por el viejo y querido thriller. Llegado este punto, se puede presumir de erudición y dejar caer al pasar, como quien no quiere la cosa, los nombres de Alfred Hitchcock y Patricia Highsmith (en realidad, obviedades a evitar cada vez que hay un poco de suspenso o un personaje miente).


Mathieu debe enfrentar unos cuantos demonios que le aparecen. El director Yann Gozlan juega muy bien sus cartas, porque a pesar de unas cuantas crueldades y bajezas que Mathieu comete, nuestra simpatía siempre está con él. Deseamos que se salga con la suya. Simpatía y deseo que le debe no poco a la caracterización de algunos personajes y a una pertinente planificación.


El cine francés ha propuesto desde siempre protagonistas masculinos que se apartan del típico atlético carilindo (Jean-Paul Belmondo, Yves Montand, Daniel Auteuil, Vincent Lindon, Gérard Depardieu, Vincent Cassel, Mathieu Amalric, Jean Rochefort, Philippe Noiret, Michel Piccoli, Lino Ventura, Jean Reno, Fabrice Luchini, Jean-Pierre Bacri, Dominique Pinon, Michel Blanc, entre muchos otros). Pierre Niney se inscribe en esa tradición. Por bromear hasta podríamos decir que es un identikit hecho de actores argentinos, tiene ojos parecidos a los de Sergio Surraco, mira como Pablo Rago y es incluso más flaco que Juan Minujín. Bromas al margen, sabe ganarse la atención y justifica el protagonismo concedido. Se lucen también Ana Girardot, André Marcon, Valéria Cavalli, Thibault Vinçon y Marc Barbé como el siniestro chantajista.


No será el mejor partido para una chica casadera ni la opción más confiable para que nos cuide la casa en vacaciones, pero este supuesto Hombre perfecto ofrece durante 100 minutos una más que atendible compañía.

Gustavo Monteros 

jueves, 20 de octubre de 2016

¿Qué invadimos ahora?

Michael Moore esta vez parte de una humorada: los altos mandos militares le consultan sobre qué países invadir a continuación. Comienza entonces una gira europea por distintos países a los cuales se les puede “robar” una idea.


Primero va a Italia, de donde se quiere quedar con el concepto de vacaciones pagas, del aguinaldo, de las licencias por maternidad y de las dos horas para almorzar, prerrogativas que los yanquis no tienen.


En segundo término va a Francia y observa que el menú escolar no solo es balanceado sino rico, sano y nutritivo, celebra el buen uso de los impuestos y la importancia de la educación sexual.


En tercer lugar va a Finlandia, en donde se maravilla (yo, también) de los avances en educación, los alumnos no tienen tareas, asisten a jornadas acotadas y los años lectivos son lo más cortos posibles, ya que han descubierto que cuanto menos se va a la escuela más se aprende, hay verdadera integración social porque la educación (¡Dios los bendiga!) privada no existe (los ricos se preocupan y se comprometen para que la educación pública sea de excelencia) y se procura por sobre todo que los alumnos sean felices. En la felicidad se descubre la verdadera capacidad y potencial que cada alumno posee.


La cuarta escala es en Eslovenia donde la educación universitaria es gratuita (nada que nosotros debamos envidiar… por ahora… (El oficialismo actual propende al arancelamiento.)


El quinto lugar que visita es Alemania, en donde descubre la fortaleza de la clase media, que las jornadas semanales no exceden las 36 horas de trabajo, aunque se les paga por 40, que suscriben a que el trabajo no debe generar estrés y que si lo hace tienen masajes gratis, y que si es grave pueden internarse por un par de semanas en un spa con todo pago por el estado, que los trabajadores participan activamente en las juntas de administración de las fábricas y que exigen medidas que los beneficien continuamente, y que para no repetir los horrores de la Segunda Guerra hacen un culto a la memoria y que buscan la expiación y la reparación por las salvajadas cometidas.


El sexto turno le corresponde a Portugal donde atestigua que el narcotráfico no es un problema y que el consumo y la adicción se han reducido drásticamente porque se despenalizó el uso de drogas y la policía, créase o no, sostiene que la dignidad humana está por encima de todo.


La séptima escala es en Noruega, en donde se detiene en la rehabilitación de los presos (algo que ya sabemos por otras películas, incluso de ficción, las cárceles noruegas, y también las suecas, son más cómodas que donde yo ahora vivo, que están más cerca de la idea de hotel o de barrio con talleres y escuelas que otra cosa), claro, allí la idea es que el delincuente se integre a la sociedad después de cumplida la pena y que se convierta en un buen vecino. La bajísima tasa de reincidencia en el delito dice que no están para nada equivocados.


En octavo lugar se aleja momentáneamente de Europa y recala en Túnez. Allí ve que hay clínicas gratis para mujeres y que el aborto es legal. Comprueba, además, cómo se instauraron y se defienden los derechos de la mujer.


El noveno y último lugar que visita le corresponde a Islandia, donde observa la importancia de la visión femenina en las tomas de decisiones, y ve lo que parece un milagro: desatada la crisis económica suscitada por la especulación, no, subrayo no, no salvaron los bancos y enjuiciaron y condenaron no solo con inhabilitación y multas a los banqueros, sino que además ¡los metieron presos! (aquí el presidente no es solo un especulador comprobado, un contrabandista confeso sino que también un evasor insistente, tiene más cuentas off-shore que cuatro o cinco magnates juntos). El estómago de sus votantes debe ser de acero.


La conclusión lo halla en Alemania y no es novedad para los que lo acompaños en este viaje: como la Dorothy de El Mago de Oz, la solución estaba en sus narices, o en sus zapatos, en el caso de la metáfora elegida. Los yanquis se olvidaron de su Constitución y dejaron que el capitalismo los esclavizara, pero se dan aliento con algo que se probó verdadero, los grandes cambios se pueden hacer de un día para otro, solo basta la convicción política.


Moore, ya es verdad de Perogrullo, simplifica demasiado grandes temas o conflictos para convertirlos en tesis o antítesis de lo quiere probar. Se acepta la salvedad, pero también entretiene, provoca e invita a adentrarse en los temas que enuncia. Aquí hay menos mordacidad que de costumbre porque va al rescate de buenas ideas, más que a la erradicación de males. Para nosotros en interesante ver cómo dialoga con nuestro presente: se ve la primera huelga de mujeres en Islandia, se ve cómo se pretendió acabar con la educación universitaria gratuita en Eslovenia con la propuesta de que los alumnos extranjeros paguen, se ve que la discusión sobre la seguridad en Noruega está tan avanzada que los medios amarillos no pudieron torcer el discurso ni con el caso de un francotirador que mató a 54 chicos que hacían campamento en una isla. La derecha es igual en todas partes, es estrecha, cerrada, prejuiciosa, negacionista, retrógrada e impulsora de odios y violencia. No tiene límites para conservar la jerarquía preestablecida. Da pena (y vergüenza) que halle eco en quienes se perjudican cuando triunfa.

Gustavo Monteros

jueves, 13 de octubre de 2016

Las inocentes



 Polonia, diciembre de 1945. La guerra acaba de terminar. Todos, sin excepción, están heridos, física o espiritualmente. Una joven médica francesa (Lou de Laâge) que en misión de la Cruz Roja atiende solo a franceses se topará con una situación inédita que le exigirá la mayor cautela, un estricto sigilo, la máxima discreción y un absoluto secreto. En un convento monjas polacas, que han sido violadas por las tropas soviéticas, están, ahora, embarazadas. Las inocentes del título. La historia se basa en hechos reales, contados, a su debido momento, por la médica.


Anne Fontaine (Coco antes de Chanel , 2009, Adoration /Madres perfectas, 2013, Gemma Bovery/La ilusión de estar contigo) hace dos películas en una, la primera mucho mejor que la segunda. Durante los primeros 50 minutos deja que la historia se imponga con su sequedad, con su contundencia sin agregados ni subrayados. No hay música incidental, la que se oye es la lógica, si van a un club a bailar es la del grupo del lugar la que se oye, o si estamos en la capilla escuchamos solo el canto de las monjitas. No hay regodeos en la reconstrucción de época ni encuadres preciosistas. La emoción surge con naturalidad. Sin embargo, algo pasó en la sala de edición. Decidieron entonces recurrir a los trucos habituales de la manipulación al público. Comienza la lacrimógena música incidental, se imponen los subrayados, se multiplican las obviedades. Una pena porque la historia tiene una fuerza que no necesitaba adornos. Además el guión se preocupa por dar la mayor cantidad de puntos de vista posibles, ofrecer aristas relevantes y reveladores de los personajes, contrastar por ejemplo el comunismo práctico y ateo de la médica con los fundamentalismos religiosos que padecen algunas de las monjas, no todas, porque las hay también pragmáticas, curiosas o flexibles ante la terrible experiencia que les tocó en suerte. Es muy interesante comprobar cómo el guión ilustra personajes y conductas sin caer en didactismos ni demagogias.


La improbable amistad entre la médica Mathilde (Lou de Laâge) y la monja Mary (Agata Buzek) encuentra en las actrices mencionadas una dinámica tan reveladora como conmovedora. La gran Agata Kulesza (la tía de Ida, Pawel Pawlikowski, 2013) perfila la madre superiora con todos los matices a su alcance, que no son muchos sino casi infinitos. El médico que hace Vincent Macaigne sabe hacerse odiar y caer simpático, a la vez o sucesivamente, un logro nada menor.


En resumen, una historia profunda que a pesar de las concesiones innecesarias al cine habitual de masas se vuelve inolvidable. Muy recomendable.

Gustavo Monteros

jueves, 6 de octubre de 2016

Un traidor entre nosotros

En un principio su novelística se concentró en los soterrados enfrentamientos de la Guerra Fría con sus bandos bien diferenciados, de un lado La Rubia Albión con su socio obligado, el Tío Sam, y del otro La Madre Rusia. Agotada que fue la vertiente, más la caída del Muro de Berlín que volvió obsoleto su mundo anterior, John Le Carré amplió sus horizontes y resaltó las diferentes formas internacionales de la plutocracia que se sobreimponen a las democracias y nos señaló que las compañías farmacéuticas, por ejemplo, nada tiene que envidiarle a las mafias o los carteles narcos, hasta pueden ser incluso más dañinas. Su esquema novelístico comenzó a usar inocentes que quedan en el centro de la puja entre intereses poderosos, generalmente los de la Inteligencia Británica y los antagonistas de turno, mafias varias, lavadores de dinero, empresas armamentísticas, etc.


Esta vez, los inocentes son una pareja, Perry (Ewan McGregor) y Gail (Naomie Harris) en vías de recomposición de una relación que se sabe dañada y que buscan reencausarla en una paradisíaca Marruecos. La casualidad hace que se topen con un mafioso ruso, Dima (Stellan Skarsgard) que necesita hagan llegar a la Inteligencia Británica un pendrive con información confidencial, que bien podría valerle a él y su familia asilo en Gran Bretaña, algo que deberá negociar Hector (Damian Lewis), que así  podría hacerle pagar a su exjefe, Aubrey (Jeremy Northam) una afrenta muy personal.


A contramano de anteriores logros de Le Carré, la trama no es perfecta. Las motivaciones de algunos personajes tienden a la endeblez extrema, hay giros argumentales que exigen más de un salto de fe y ciertas resoluciones son harto discutibles. En el guión, al menos, el conflicto entre Hector y Aubrey está más vociferado que desarrollado, nunca se entiende demasiado por qué Perry y Gail están tan dispuestos a arriesgarse por Dima y su familia, se vislumbran razones que jamás se explicitan, y demanda una gran suspensión de la incredulidad que gente tan paranoica soslaye que adolescentes y teléfonos celulares van en tándem y ni se les ocurra secuestrárselos o pedirles que no los usen.


El elenco es parejo y efectivo, aunque sobresale el gran Stellan Skarsgard como el patriarca ruso, su labor se agiganta en comparación con lo conseguido en la imperdible serie River que puede verse en Netflix. El contraste entre estos dos personajes tan dispares revela la inmensidad de su talento.


Dirigió con esmero Susanna White de gran experiencia en la televisión, lo que tomando en cuenta la excelencia que alcanzó en los últimos tiempos la ficción televisiva no es poco aval. La trama pasea sus personajes por Marruecos, Londres, París, Berna entre otras atractivas locaciones, algo que siempre suma.


En resumen, si se está dispuesto a ser crédulo y dejarse llevar sin exigir rigores argumentales, entretiene. No es poco, ostenta debilidades, pero no insulta la inteligencia.


Gustavo Monteros

La lección

La lección (Urok, 2014, en el original) de los búlgaros Kristina Grozeva y Peter Valchanov exhibe muchas de la virtudes del cine de autor aunque también muchas de sus falencias.


Como su título lo preanuncia una moraleja está implícita. En las narraciones, las lecciones aprendidas implican siempre una moraleja. Esta puede surgir naturalmente de lo que se cuenta o estar sobreimpresa de antemano a lo que va a narrarse. La lección habita el segundo caso. La historia es prácticamente una tesis a corroborar.


Todo arranca con una docente de inglés, Nadezhda (Margita Gosheva) que debe resolver un robo de dinero en su clase. Como buena docente, se cree imbuida de una moralidad indiscutible y al no denunciarse el autor, organiza una vaquita para restaurarle lo perdido a la víctima. La trama se empeñará en demostrarle que está mal sentirse superior ante quien tiene la necesidad de robar. Para empezar, al llegar a su casa, sabrá que su marido no estuvo pagando la deuda con el banco y van a proceder a rematarle la casa.


Como en muchas películas de autor se prescinde de la banda sonora y la cámara más que seguir acosa a la protagonista. Muchas escenas están trabajadas hasta los últimos detalles, herramientas que nos hace involucrarnos con los que se cuenta. Entre las falencias se hallan las resoluciones caprichosas que exigen una infinita suspensión de la incredulidad, la psicología de algunos personajes que de tan estrambótica requeriría la escritura de nuevos tratados sobre el comportamiento, y el poner en puntos suspensivos los aspectos más inverosímiles, dejando en escena solo sus consecuencias, algo que en el cine comercial se considera vagancia, pero que en el de autor se lo denomina peculiaridad, y el callar razones que solucionarían el conflicto de inmediato, como por ejemplo por qué no decirle a la cajera que exige los tres centavos que faltan el motivo por el que debe hacer la transferencia nimia. Además de abusar del poder de demiurgo que tiene todo creador y someter a sus personajes a atroces arbitrios.


Margita Gosheva es una actriz soberbia y hace congruentes algunas dudosas resoluciones del guión sobre su personaje.


En resumen, sin ser una maravilla, se deja ver, se sigue con interés y promueve más de una bienvenida discusión.

Gustavo Monteros